CAPITULO
53
Estuvo
silencioso y huraño toda la mañana. Y no fue por el mero hecho de bañarse.
Mientras estuvo conmigo, siempre se mostró reacio al agua, al jabón y al orden.
La pulcritud había dejado de ser materia obligatoria para él desde hacía mucho
tiempo.
Aquella
calurosa mañana de diciembre me esperó despierto y con un sesgo de malhumor que
sin embargo intentó simular con una actitud condescendiente y aplicada. Acusó
cansancio. No había pegado un ojo en toda la noche. Su actitud taciturna, su
mirada sombría, su silencio de tristeza evidenciaban malestar.
Nunca,
por más renuente que fuera su naturaleza desprolija, se había comportado de esa
forma en el rito lavatorio. No era normal que fuera yo quien llevara el
estandarte de la charla y el entretenimiento en el trajinar de esa proeza. Lo
normal era que yo fuera jefe y obrero del trabajo de limpieza, mientras él se
dejaba hacer a medida que hablaba, preguntaba, cumplía órdenes sin poner peros.
Lolei
recibía cada esponjazo, cada jarra de agua en su cuerpo como si se tratase de
un bautismo. Y pese a eso se sentía reconfortado, lozano, optimista,
satisfecho. Su problema radicaba en la iniciativa del deber higiénico, no en la
higiene propiamente dicha. Y lo que en principio le parecía un supremo
sacrificio terminaba resultando una reparadora sesión de ablución.
Pero
esa mañana no tuvo disfrute ni alegría. Ni siquiera a la hora del desayuno, su
gran debilidad.
No
lo atoré con preguntas incómodas. No es mi estilo atosigar con cuestionamientos
a personas que no tienen ganas de hablar. Siempre es preferible esperar: que
hable cuando tenga voluntad de hacerlo y tenga algo para decir. Mientras tanto,
su silencio es salud.
No
podía dejar de barruntar, sin embargo, las posibles razones de su llamativa
discreción. Era dable sospechar que, una vez más, el sigiloso y omnipresente
fantasma de los miedos lo hubiera abordado esa noche.
Como
en tantas otras noches.
Y
por eso casi no había dormido.
Era
entendible: la cuenta regresiva para su partida estaba marcha. Cada día
transcurrido era en realidad uno menos. Como ocurre con la vida misma. No se
vive un día más, sino que se vive uno menos. Porque aunque no sepamos la
exactitud de nuestro desenlace, sí tenemos la certeza de que habrá un final. Y
las horas, los días, los años transcurren como en una cuenta regresiva a la
inversa que no se mide ni se espera, pero existe.
En
la forma de ver del viejo, este rasgo particular se asemejaba a un salto al
vacío implícito en el carácter absurdo de la vida, una de cuyas salidas
inmediatas era el suicidio. Para él, una de las formas de interrumpir
voluntariamente la cuenta. Sin embargo, no coincidía en tomar este camino.
Lolei
prefería el devenir azaroso de la espera.
Para
mi sorpresa, el melancólico aspecto de mi amigo no guardaba ninguna relación
con mis supuestos. En esa cuenta regresiva para su partida abrigaba su última
esperanza concreta de la perduración. Y no era motivo para estar triste.
-Entonces,
¿por qué esa cara de culo, viejo?–, me animé a retrucarle cuando ya estaba
acomodado en su catre, limpio y vestido, aguardando la hora del almuerzo, y sin
que desaparezca de su rostro esa mueca con mezcla de desprecio y angustia.
Se
demoró en responder y estuve a punto de repetir la pregunta, pero al fin abrió
su bocaza:
-Por
lo que hablamos anoche, nene, no pude pegar un ojo. Dormí mal, entrecortado.
Soñé. Sudé. Me desvelé. Estuve a punto de llamarte, pero no me animé…
Cuando
pregunté si existían motivos específicos para explicar su malestar, me
respondió con monosílabos. Poco a poco las palabras brotaron más elocuentes y
claras. Y comenzó a pedirme explicaciones a mí. Hasta que lanzó la pregunta que
menos esperaba y, tras digerirla brevemente, no pude contener la carcajada.
Reí
hasta las lágrimas, ante la mirada maciza de Lolei. No podía creerlo. No
imaginaba que, a esa altura de nuestras vidas, y sobre todo de la suya, el
viejo no distinguiera en mi entrecejo la diferencia entre una ironía y un
sarcasmo, que no dominara el sutil contraste entre una broma y una verdad.
La
cuestión, sencillamente, fue que se creyó a pies juntillas mi inverosímil
fábula sobre la cancelación de la deuda de expensas que le había contado la
noche anterior. Y entre la mayúscula preocupación por tener que agasajar a
María Luisa o, en su defecto, ser invadido carnalmente por un individuo
cualunque, en esos pensamientos desaprensivos, inquietantes y deshonestos
divagó toda la madrugada, en vilo, asustado y afligido.
El
solo hecho de pensar en esa escena es aterrador. Es violento imaginar a Lolei
montando a su vecina o siendo penetrado por algún zocotroco de magníficas
dimensiones. Y es violento imaginar a Lolei imaginando cualquiera de esas
experiencias. Violento hasta la risa.
Me
costó poco y nada lograr que comprendiera mi insolencia. Bastó con soportar con
estoicismo, una vez más, su rosario de puteadas. Esta vez lo merecía.
De
haber sabido que creería semejante dislate hubiera optado por una burla menos
cruel. O menos sexual. Y hasta hubiera ratificado mi ironía esa misma noche.
Pero me fui de la casa con la convicción de que el viejo había comprendido la
chanza. Lamenté mi negligencia y conseguí su perdón recién cuando dupliqué su
ración de comida ese mediodía.
Esta
burda ligereza dejó en evidencia que mi amigo ya no estaba para grandes
aventuras. Mucho menos las lujuriosas. La sola posibilidad de mantener una
relación sexual lo espantaba. Y le
quitaba preciadas horas de descanso.
Ya
poco y nada quedaba de aquel Lolei hurgando entrepiernas, lamiendo conchas,
asaltando jugosas bocas con su pija. La pulsión básica del sexo se le había
apagado. Y su único móvil, su distintiva ilusión se reducía a sobrevivir. A
como diera lugar. Con lo que le quedaba y con lo que le dieran.
-Mi
anhelo inmediato es irme de acá-, resumió al cabo de una breve charla que
mantuvimos esa tarde, antes de anunciar mi partida de la casa rumbo al placer
de la siesta.
Como
quiera que fuera, el viejo planteaba como única e inmediata meta una salida
armoniosa de su casa. Armoniosa y ligera. Y segura.
Los
meses de convivencia con la más completa incertidumbre sobre su destino tenían
las horas contadas. Transcurría la mitad del mes de diciembre y sólo restaba
culminar una serie de trámites: de los suyos, de los míos y de los comunes.
La
vorágine cotidiana nos impidió ensayar un balance de lo vivido ese año. Cada
jornada, cada noche, cada charla se diluía en tramas superfluas, en cometidos
veloces, en la resolución de lo urgente.
Como
si no hubiera tiempo para otras cuestiones, todo se reducía a lo de siempre: la
comida, el baño, la ceremonia de despedida para dormir, cerrar la puerta, dejar
la luz encendida, volver a la mañana siguiente para reiniciar la rutina.
Sin
embargo, en esa cuenta regresiva interminable, no pasó un solo día sin que le
preguntara al viejo si estaba seguro de lo que estábamos por hacer. Porque en
el constante alivio por sentir el final cercano de la encrucijada, la ansiedad
se había apoderado de mí. Y también las dudas. Contrariamente a lo sospechado,
el recelo me asaltó a mí antes que a él.
Llegó
un momento en que me planteé seriamente lo que estaba a punto de concluir. En
realidad, lo que estaba a punto de comenzar. Se estaba frente al tramo final de
una resolución elaborada y luchada durante varios meses agotadores, dominados en
gran medida por el escepticismo. Y ahora, cuando el momento crucial se
acercaba, la desconfianza se hacía presente con la potencia de un cross a la
mandíbula. Sólo su certeza y su inalterable decisión me alejaban por momentos
de ese estado.
Llegué
a reprocharme la actitud de luchar por esa causa ajena y hasta barrunté una vez
más la vieja idea de escaparme para siempre y dejar librado al azar el destino
de mi amigo. Me cuestioné infinidad de veces el impulso que me movió a prestar
atención, ayuda y compañía a un viejo desconocido que había decidido entregar
el poco tiempo que le quedaba de vida al primer incauto que se le cruzara en el
camino.
Me
pregunté por qué razón debía seguir adelante con esa farsa.
De
repente, el hecho de creerse, saberse o simplemente ser, sin quererlo, dueño y
guía del destino de un ser humano libre pero agobiado por su propia fatalidad,
me ubicaba en una posición incómoda y confusa. En vez de sentirme complacido
por ser protagonista de una historia valorada de manera positiva por propios y
ajenos, me abrumaba la idea de juzgarme como un advenedizo intercediendo y
modificando un destino indiferente.
Mientras
duró el idilio, puse de mí hasta lo impensado, lo que creía inaccesible,
sacando fuerzas, coraje y corazón allí donde nunca había osado investigar. Y
logré extraer conductas recónditas, de las buenas, de las malas y de las otras.
Propias y ajenas. Que me hicieron crecer de golpe y que me desnudaron sin desearlo.
Y mientras me detenía en un revoltijo de cuestionamientos, ahí estaba Lolei, en
la misma posición de siempre, con su habitual y desesperanzada espera,
mostrando miedos infantiles, ansioso por un cambio, cualquier cambio que lo
mantuviera decentemente un tiempo más en este mundo. Jugados como estábamos, no
valía la pena ponerse a pensar.
Después
de todos los obstáculos superados, lo más aconsejable para ambos era dejarnos
llevar por lo que nos había tocado.
Ya
no importaba quién saldría beneficiado o perjudicado. Como casi siempre, las
cosas continuarían el rumbo elegido por él.
Al
fin y al cabo, era su vida.
***********************************
(LIII)
Para: Alan
Rogerson
I Bradgate Street
Ashton
–II-Lyne
Tameside
- Manchester
De: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
2
Junio 2000
Querido
amigo Alan:
Llevo
muchos años sin tener noticias sobre ti. No quiero pensar en que te haya
ocurrido algo malo, pero tampoco sería capaz de descartarlo. Es probable que te
hayas olvidado de mí, como lo has hecho durante mucho tiempo. Tu manera
irresponsable de comportarte ante la vida te llevó a cometer innumerables actos
de desprecio y de distracción, y no es la primera vez que te tomas una
eternidad para responder a mis cartas.
¿Sabes
algo? Siempre sostuve que eras un muchacho muy majo y simpático, pero a la vez
lo suficientemente egoísta como para desentenderte de tus afectos. Siempre
dijiste que me recordabas, que me querías, que me considerabas tu mejor amigo;
pues permíteme recordarte que hace tiempo no te comportas como tal.
Esta
vez te escribo en castellano porque no quiero tener tantos errores como cuando
redactaba las cartas en inglés. Tendría que esforzarme demasiado para escribir
en tu idioma, debido a que he perdido lucidez últimamente. Sigo leyéndolo con
frecuencia, en textos breves o en el periódico, lo hablo poco (pues no tengo
con quién hacerlo) y lo escribo poco y nada, así que imagínate la cantidad de
errores que llevaría.
Te
diré algo Alan: últimamente estoy muy solo, casi no tengo con quién hablar.
Tendría que ser muy extenso para contar todo lo que me pasó en los últimos
años, y no hay tiempo para eso. Además, ni siquiera estoy seguro de que llegues
a leer estas líneas, así que, ¿para qué esforzarse?
Después
de la muerte de mis padres el mundo se me vino abajo. Me afectó sobre todo la
de mi madre, que siempre fue mi guía y mi sostén. Los enterré en Mar del Plata
y ya casi no volví a esa ciudad. ¿Mis hermanos? Bien, gracias. Allá ellos con
sus vidas. Tuvimos alguna discusión por la herencia.
¿Sabes
qué?, no nos dejaron tanto dinero como supones. Sólo la casa y la inmobiliaria
de mi padre, no mucho más. Reñimos bastante al momento de realizar la
separación de bienes. Debíamos dividir entre los tres la herencia, pero ellos
no querían poner en venta la casa. Mi hermano era quien más se oponía, pues
quería quedarse a vivir allí. Al final, después de una dura batalla, logramos
venderla. Luego con ellos perdí contacto. Incluso el resto de la familia me dio
la espalda. Hace mucho que no los veo ni sé nada de ellos. También he perdido
contacto con Lolita; hace un par de años que no nos vemos. Ella no guarda un
buen recuerdo de mí, y la entiendo. Pero no te imaginas cuánto la extraño, lo
que daría por tenerla cerca, aunque sea para hacerme un poco de compañía.
Con
el dinero que me tocó de la venta me vine a vivir a La Plata, al piso de mi tía
Julia. Yo aquí tenía encaminada mi vida: trabajo, amigos, bares, amantes
(pocas, casi nada, pero algo es algo). Deposité la pasta en una cuenta e iba
retirando a medida que lo necesitaba. Era una buena cantidad, que bien
administrada, debía durarme unos cuantos años. Pero tú sabes que siempre fui
generoso y poco avaro con el dinero, y además un mal administrador. Así y todo,
tuve un pasar holgado, cómodo y desprendido.
Al
poco tiempo de la muerte de mis padres, mi tía enfermó y luego murió. De eso
hace ya unos siete años. El departamento que compartíamos lo dejó a mi nombre.
Ella era soltera y no tenía hijos. Tenía, sí, muchos sobrinos. Pero me eligió a
mí porque fui quien siempre la acompañó y estuvo a su lado. La decisión de tía
Julia enojó también a muchos de mis primos, quienes se consideraban con derecho
a la propiedad. Pero su voluntad fue dejármelo a mí. Es un lindo piso, pequeño
pero confortable, en una zona apreciada de La Plata. Aquí es donde estoy
viviendo, por ahora.
Y
te digo por ahora porque no sé qué me deparará el futuro. Te diré algo: estoy
algo enfermo y con pocos recursos económicos. Hace unos cuatro años comencé a
realizar los trámites para mi retiro, que aquí en Argentina es a partir de los
65 años de edad. Pero yo a partir de los 60 empecé con los inconvenientes de
salud. Día a día voy perdiendo fuerzas y apenas si puedo caminar. Y además con
esta edad es muy difícil conseguir trabajo en este país. Y mucho menos en el
estado en que me hallo. Así que inicié las tramitaciones de todos modos. Yo
trabajé muchos años en el ministerio y tengo más de veinte de aportes
jubilatorios. Luego me echaron y tuve que irme a España. Al regresar no me
reincorporaron. Y en los siguientes trabajos (que fueron algunas chapuzas en
escuelas e institutos de idiomas) no me computaron aportes. Total que no llego
a los 30 años que requiere la ley y no me reconocen el exilio forzado al que
fui sometido para indemnizarme con lo que me corresponde. Ahora el caso lo
lleva un amigo que es abogado y confiamos en que pronto la situación se
solucionará.
Ese
dinero lo necesitaré como el agua, pues me queda muy poco en el banco del
dinero de la herencia. Apenas si llego a pagar el servicio de electricidad, la
comida y algún pequeño lujo que me doy, como el diario, alguna copa, una
muchacha que me ayuda a limpiar la casa y a cocinar.
Como
verás, ya hace un buen tiempo que he dejado de beber y casi no voy a los bares.
En parte es porque vivo en un primer piso y a gatas si puedo bajar las
escaleras. A veces envío a la muchacha para que compre alguna botella de
whisky, de vino, de ginebra, y puedo darme un gran chapuzón alcohólico. Pero
hay días en que la borrachera me pega tan mal que ni veas. Un día se me dio por
romper cosas y mis vecinos se enfadaron mucho por el escándalo. Otra vez, con
un amigo, cogimos un gran pedo y terminamos a los cachetazos dentro del
departamento, y rompimos varias copas y platos. Cuando me desperté al día
siguiente, con una resaca de la hostia, me acordé de ti. Me acordé de nuestras
peleas en la calle por nimiedades, sólo porque estábamos ambos muy puestos.
Pero
un efecto que me provocan las merluzas gordas, y antes no las sufría, es el
temor a morirme. Un inmenso miedo a desaparecer, a quedarme solo para siempre,
a no despertarme nunca más. Muchas veces sufrí escalofríos, un pánico agónico,
y me dieron ganas de gritar. Es como estar en un sueño eterno, un desvelo
inconsciente que te hace temblar el cuerpo, te hace hervir la sangre, te hace
sentir en medio de una sombra gigantesca que te envuelve bajo la negrura de
desilusión. Y eso me provoca pavor.
Me
acuerdo de mis seres queridos, pero más que nadie de mi madre. A veces siento
que la tengo a mi lado, o que quisiera que vuelva junto a mí. Y el solo hecho
de darme cuenta que eso no sucederá, aumenta hasta el infinito mi desazón. Lo
raro es que esas sensaciones nacieron con las borracheras y luego se
transformaron en presencias casi diarias. Más bien te diría que nocturnas.
Verás, la oscuridad me traslada a ese tipo de pensamientos. Y con el paso del
tiempo ya no soporté la noche completa; ahora no logro dormir plácidamente si
no tengo la luz encendida. La oscuridad y la soledad son, hoy, mis peores
enemigos.
Sabes,
Alan, el transcurrir de los años a menudo nos vuelve más precavidos, menos
aventureros. Yo sospecho que se debe a la cercanía de la muerte. Tengo 65 años
y podría quedarme bastante vida por delante, pero no estoy seguro que dure
demasiado en este estado. Miro hacia el pasado con añoranza, con una nostalgia
triunfal y hasta alegre. Antes todo era verde, aún los peores momentos eran
verdes. Ahora que la vida se tornó gris y se oscurece poco a poco, no puedo hallar
sino la negrura, las penas.
La
angustia por lo que no regresará y la incertidumbre ante lo inevitable, el
sinsentido del futuro que termina en la muerte, en la nada. A menudo me atrevo
en creer en algo. Me esfuerzo por creer en la existencia de un dios, de un ser
infinito y sabio que nos salve, pero no lo logro. De nada me sirve. Me enfrenta
al dilema de permanecer y luchar sin saber exactamente para qué luchar. ¿Acaso
dar batalla me dará más años de vida? Tal vez, tal vez. Pero debo pagar un
precio muy alto, y a estas alturas no tengo con qué pagar. Hoy siento que sólo
me consuela un motivo: estirar esta agonía de una manera más decorosa, sin
embrutecerme con grandes esfuerzos.
Por
eso algo cambiará un poco si logro que el Estado me otorgue la jubilación. Con
ese dinero viviré modestamente hasta que me aguante el cuerpo. Sé que no
pagarán una mierda, pero servirá para apañarme apenas.
Ahora
creo que logro entender algunas de nuestras viejas discusiones políticas. Tú
siempre creíste que los gobiernos no hacen nada por los pobres y los ricos
quieren conservar sus privilegios. Yo siempre creí que pobres habrá siempre.
Ahora veo que ambos teníamos razón, aunque llegáramos a esa conclusión por
caminos paralelos. Este país se está yendo a la puta madre que lo parió. Y eso
que está gobernado por el partido de mi padre. No cambia nada: el partido que
siempre defendió mi papá está hasta los garrones de ladrones, ineptos y
corruptos, y están llevando al país hacia un abismo sin retorno. Eso se ve
llegar. Y ahora que estoy en la mala me doy cuenta de que los pobres les
importan una puta mierda, igual que a todos los que tienen poder. Ya no es
problema de derechas y de izquierdas, de liberales o progresistas, de poderosos
y oprimidos, mi querido Alan: todo ser humano con un poco de poder se
transforma en un irremediable hijo de puta que se caga a torrentes en el
prójimo. Y es cierto que por lo general ese otro es pobre. Y si no lo es,
terminará siéndolo por la voluntad hijoputezca del poderoso. Fíjate que los
jubilados cobran un salario de miseria que apenas alcanza para sobrevivir.
Imagínate entonces cómo nos irá a quienes ni siquiera tenemos derecho a ese
salario.
A
medida que pasan las líneas y me brotan las palabras de la cabeza presiento que
estoy escribiendo mi despedida. ¿Sabes qué? Que tal vez lo sea. Creo que tengo
muchas razones para intuirlo. De modo absoluto es un deseo, ni creas. Pero la
realidad que me está golpeando la puerta no viene con una bolsa cargada de
esperanzas.
Además,
pensando en ti, y viendo la cantidad de años que llevamos sin vernos, sin
escribirnos, sin tener noticias uno de otro, esa sospecha se agiganta. En todo
momento mantuve la ilusión de reencontrarme con tus cartas, de saber sobre tu
vida. Pero ni eso ocurrió. Aún así aguardaré novedades sobre ti. Sin embargo
hay algo que ya lo tomo como una certeza: el hecho de que nunca más volveremos
a vernos. Y eso me entristece mucho, de verdad.
Alan,
tú fuiste uno de mis mejores amigos en un pasaje difícil y a la vez espléndido de
mi vida y eso no lo olvidaré jamás. Es cierto que cuando nos encontramos
nuestras realidades, nuestras metas y nuestro pasado eran muy distintos. Yo
llegué a Europa por motivos forzados. Mi realidad y la que me rodeaba me
obligaron a moverme a miles de kilómetros de mi hogar, de mis afectos, de mi
historia; me obligaron a rebuscármelas en trabajos mal pagados, a vivir en
sitios de una calamidad inhumana, a aniquilar mis penas con vicios destructivos
para sobrevivir, a moverme fuera de la ley para que no me echaran a patadas en
el culo. Y tuve que hacerlo con más de 40 años a cuestas, luego de fracasar en
un matrimonio, luego de resistir persecución y torturas. Es cierto, tuve suerte
de contar con una educación sustentable y cierto apoyo económico de mis padres,
pero no fue suficiente. Sabes muy bien (y te has mofado largamente de ello) que
enseñar no es lo mío, ser profesor no es lo que mejor me sale. Y sin embargo
debí desenvolverme en ese ámbito para subsistir en un mundo ajeno y adverso.
Tú,
en cambio, te moviste a España porque tenías 20 años, espíritu inquieto y a tus
espaldas también un país sumergido en la mierda que no te proponía ningún
futuro. Pero eras joven; aún eres joven y cuentas con la posibilidad de
reencaminarte.
Debo
decirlo: si algo valió la pena de mi odisea europea fue vuestra amistad. La
tuya y la de Pepé, la de Josefina, la de Julito, la de Sandra, la de René, la
de Alex y tantos otros tíos que se portaron de maravillas. Fuera de ellos y
algunas vivencias inolvidables, el resto fue una garrafal cagada. Me congratulo
de vuestra amistad.
Pero
lo pienso en este preciso instante y me pregunto si sirvió de algo, pues me
encuentro solo como un perro, muriéndome en el mayor de los desamparos. Es
grato mirar hacia atrás y encontrar un sinfín de notables recuerdos; al mismo
tiempo es descorazonador mirar hacia adelante y no vislumbrar siquiera un
céntimo de las cosas que tuve.
Te
diré algo: llevo semanas escribiendo esta carta, para que tomes dimensión de la
situación en que me encuentro. Pensé en abandonarla y arrojarla a la basura.
Pero escribirla me sirve para entretenerme, para matar los días que son cada
vez más largos. Por eso no te sorprendas si encuentras incoherencias o
novedades a medida que la lees.
He
empeorado poco a poco desde que comencé a redactar hasta ahora. Mi salud
desmejoró y mi situación en general cambió.
¿Sabes?
Hace unos meses está viniendo gente de una iglesia evangélica que queda a la
vuelta de mi casa a traerme un plato de comida cada día. ¡Imagínate, evangelistas
dentro de mi casa, hablándome de la bondad de dios y la mar en coche! Sin
embargo, debo reconocer dos cosas: es buena gente, amable y hospitalaria, que
me ayuda a contar con un poco de comida por lo menos. Y ese viene siendo mi
único alimento en los últimos días, pues ya casi no tengo nada de dinero. Lo
agradezco que ni veas.
Por
otro lado, esta misma gente tiene fama de ser interesada. Te dan los favores y
luego se quedan con todo lo tuyo. Una vecina me lo advirtió y sé que es así,
porque el pastor, hace unos días, estuvo haciéndome preguntas al respecto. Yo
no quiero ser descortés, pues reconozco que si no fuera por ellos hoy no
tendría nada para llevarme al estómago. Pero cuando intenten propasarse o
hacerse los vivillos los echaré por culo, lo juro. Que sean todo lo caritativos
que quieran, pero no dejaré nada a ninguna iglesia ni secta ni nadie que venga
a darme consuelo en nombre de alguna puta religión, ¿de acuerdo?
Te
diré más: estoy dispuesto a ofrecerles lo poco tengo a cambio de ser atendido y
ayudado, pero lo haré sólo por mi propia voluntad, pues aún estoy en mis
cabales para tomar decisiones. No acepto imposiciones ni chantajes.
Ya
conjeturé sobre la posibilidad de buscar alguna casa de retiro, un asilo para
ancianos para alojarme. Allí te atienden y te dan comida, lo más que puedo
esperar. Y puedes hablar con otra gente. Pero recién podré hacerlo cuando
cuente con la jubilación. Confío en que será pronto. En ese caso, podría rentar
el departamento y tener un ingreso extra. O bien venderlo, y con ese dinero,
alojarme en un sitio más repipi y vivir a tope lo último que me queda. Qué más
da; de qué sirven los bienes si no tienes a quién dárselos. Un problema que
surge es cómo buscarlo, pues yo no puedo salir y tampoco tengo teléfono; me lo
cortaron hace un año por falta de pago. Tendré que recurrir a la buena voluntad
de algún vecino o los mismos evangelistas.
Alan,
ya he gastado muchas hojas y varios días en escribir. Es hora de poner un fin a
esta carta.
Esperaré
una respuesta, pues me gustaría saber de ti y por qué no has respondido a las
cartas que te he enviado en estos años. Ya ves, es un deseo que tal vez no se
me cumplirá. En caso de que leas esta, te pediré un favor: comunícate con Pepé,
con Josefina, con Julito y los demás para contarles sobre mí. Yo he perdido sus
señas y hace mucho que tampoco tengo novedades de ellos. Ten en cuenta que
quizás sea esta la última vez que te escriba.
Te
mando un abrazo inmenso y siempre te recordaré, hasta el final de mis días
Lolei
PD:
Agrego estas líneas varios días después, para contarte algunas novedades. Hace
poco me di golpe que ni veas. Quise coger la comida de los evangelistas que
estaba sobre la mesa y me fui al piso con mesa y todo. No podía levantarme,
pues cada día tengo menos fuerza en las piernas. Comencé a llamar a los gritos
y llegó una vecina. Intentó alzarme pero no pudo, hasta que apareció un chaval
que vive en el piso de arriba y me ayudó. Es un tío simpático, es estudiante.
Me trajo para comer. Al día siguiente volvió y charlamos un buen rato. Ahora
viene todos los días, me lleva hasta el baño, me ofrece alimento. Y todas las
noches se acerca para hablar y hacerme compañía. ¿Sabes qué? Me hace acordar
mucho a ti. Además, tiene más o menos la misma edad que tenías tú cuando nos conocimos.
Y siento que puede ser la persona indicada para que me ayude a sobrellevar
mejor esta miseria. Creo que lo voy a adoptar, me lo quedaré para mí. Presiento
que ese chaval será quien se encargará de estirar mi agonía. A él lo enviaré a
la oficina de correos para que despache esta carta…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario