CAPITULO
52
Después
de cenar –una tarta con jamón, queso y tomate, devorada casi sin saboreos- y
mientras terminábamos la primera botella de Toro Viejo, Lolei se apresuró a
pedirme el cigarrito ese de la felicidad. Lo invité a no ser tan ansioso por un
rato.
-Antes
voy a llevar la vajilla sucia hasta mi casa. Vos hacé bien la digestión,
relajate. Cuando vuelva, fumamos tranquilos-, declaré con calma. Se mostró de
acuerdo.
Recogí
las cosas de la mesa y me fui. Al pasar frente a la casa de Dora, escuché el
ruido de la puerta que se abría. Su cara apareció en la minúscula hendija:
-¡Chist,
vení para acá!-, ordenó implacable-. ¿Cómo va todo, hay alguna novedad?-,
inquirió.
-Voy
a dejar esto y mi casa y vuelvo-, respondí alzando las manos cargadas de platos
sucios. Cuando regresé encontré la entrada abierta. “¡Pasá!”, se escuchó desde
la cocina. Apareció con dos tazas de café. No me atreví a rechazarlo, pese a no
tener ganas de beberlo. Aún tenía una botella de vino en la casa de Lolei.
-Hace
bastante que no nos vemos; desde el mes pasado, cuando pagaste la última cuota
de expensas-, comenzó a discursear, y aprovechó para recordarme la deuda del
servicio.
-Pagaré
la próxima semana, quédese tranquila-, me adelanté. Moviendo lateralmente la
cabeza aclaró que no importaba, no es esa la urgencia.
-Ya
estamos transitando diciembre, supongo que en pocos días te irás a visitar a tu
familia. ¿Qué va a pasar con Lolei?-, disparó.
Estaba
a punto de abrir la boca para hablar cuando nos aturdió el grito destemplado.
-Ahí
lo tenés-, se apresuró a señalar Dora con una mueca de disgusto.
-Vuelvo
enseguida-, le dije con una media sonrisa en los labios, en parte para
descomprimir las tensiones permanentes en el rostro de mi vecina y, además,
aprovechando ese rictus de seguridad que te da el hecho de saberse portador de
buenas noticias.
El
viejo estaba con su familiar cara de susto: “¿Por qué tardás tanto? Hace como
media hora que te fuiste. Me dijiste que vendrías rápido”. Lo miré sin responderle.
Cuando
andábamos de buenas me divertía comportarme así: yo me estancaba a mitad de
camino entre la puerta y su cama, ponía los brazos en jarra, me quedaba serio,
fruncía el entrecejo y no decía nada. Sólo lo miraba.
El
viejo, conocedor de que había exagerado infantilmente, iba mutando su inicial
gesto autoritario, iba encogiendo la boca, entrecerrando los párpados, bajando
la cabeza, hasta quedar como un chico en penitencia. Recién entonces me
acercaba y con afable templanza le dirigía unas pocas palabras.
-Estoy
hablando con Dora, hay problemas con la deuda de expensas de este departamento
-dije susurrando, queriendo impresionar con artificioso suspenso-. El consorcio
quiere cobrar todo lo que debés y vamos a negociar una forma de pago. Intentaré
hacer lo menos doloroso para vos. Pero dame unos minutos y no me llames. Tus
gritos enfurecen a nuestra vecina y es preferible tenerla aquietada. Se hace
más difícil tranzar con una mujer enojada, ¿me entendés?.
Con
cara de preocupación, me dijo “bueno, bueno”. Llené la copa de vino y la
coloqué sobre la mesa de luz.
-Entretenete
con esto hasta que vuelva. Y, ya que estamos, bajemos un poco el volumen de la
radio. Se escucha en todo el edificio. Dora se pone muy malhumorada con este
programa. Dice que ese locutor es un forro del primer día. Yo estoy de acuerdo
con ella. Y es mejor mantener tranquila a la fiera, ¿no te parece?-, sinteticé.
El
viejo aprobó con la cabeza. Estaba manso como un cordero. Decía “sí” a todo,
sin chistar. Esas tibias amenazas a veces resultaban eficaces. El método de
asustar funcionaba. Y la transmisión de la culpa seguía siendo un buen recurso
de persuasión.
Luego
de calmar a una bestia, me encaminé hacia la jaula de la otra. Regresé con la
convicción de que sería fácil de domar, porque llevaba los puños cargados de
buenas noticias. Dora me recibió con su familiar gesto de indignación. Y caí en
la cuenta que a esa altura todos los gestos tenían su particularidad y ya me
resultaban conmovedoramente familiares.
-Se
te enfrió el café-, dijo, sin embargo.
Agradecí
la invitación; “otro día lo tomo caliente”, dije. Me senté frente a ella. Y me
largué a contar todas las novedades que alegrarían su existencia y la de todo
el vecindario.
Los
días de Lolei en ese edificio estaban contados.
-¿Vos
estás seguro de lo que vas a hacer?-, sorprendió mi vecina, siempre proclive a
hallar el pelo en la leche pese a lo positivo de la noticia.
“Tanto
jodió con sacarse de encima al viejo y ahora pone un manto de dudas a lo que
debería considerar lo mejor que le pasó en el año”, pensé entre dientes y
confundido, pero una vez más elegí el falso camino del optimismo y la mentira
insolente para aparentar seguridad:
-Nunca
estuve más seguro en mi vida a la hora de tomar una decisión.
Dora
me miró desaprensiva y me deseó suerte. Agradeció todos mis esfuerzos y se puso
a disposición para cualquier menester. ¡Qué comprensiva es la gente cuando no
debe lidiar con lo más trabajoso! Ofrecía el paraguas después de que pasaba la
tormenta. La despedí con un beso.
-¿Cómo
te fue, nene? Tardaste mucho… Estaba por llamarte…
-Estuvo
peliagudo. Esta gente no da el brazo a torcer así porque sí. No es fácil
negociar semejante deuda cuando están empeñados en cobrar, cueste lo que
cueste, caiga quien caiga. Además, vos conocés bien a Dora: es más porfiada que
mula tuerta. Le expliqué mil veces que no tenés un solo centavo, pero ellos
aducen que no es su problema. Ahora el inconveniente pasa a ser mío.
-¿Vos
no tenés guita para prestarme? Prometo devolvértelo…
-Contame
otro chiste, viejo sinvergüenza. ¿Con qué me vas a pagar? Te recuerdo que debés
más de cuatro años, no es poca plata… Yo apenas si llego a pagar cada mes mis
expensas. No soy pariente de Otto Bemberg. Acá suponen que el hijo de rico sos
vos. Yo en este momento estoy seco hasta de vientre… ayer cagué crocante.
-No
nos preocupemos, nene. Dentro de unos días nos vamos…
-…pero
la deuda sigue en pie. Y hay que saldarla. Por un lado, es cierto, ya no me
preocupo. Encontramos una manera de cancelarla. Eso sí, deberás esforzarte.
Llegamos a un arreglo de palabra, y deberías cumplirla para que podamos irnos
tranquilos.
-¡Qué
bueno! ¿Y qué debo hacer? Podemos vender algo de la casa si es necesario…
Mientras
hablábamos yo maniobraba pacientemente el cigarrito, con el cariño que merecen
ser tratadas las cosas que brindan placer.
Ya
estaba encendido, humeante, delicioso. Se lo extendí y respondí.
-No
hay nada de valor en esta casa. El acuerdo nos exime de un desprendimiento
económico: consiste en favorecer convenientemente a María Luisa… Dos o tres
veces, nada más. Ya habrás visto que la pobre está un poco abandonada. Mucha
dedicación a dios la fue apartando de los placeres verdaderos, del solaz
carnal. Como es muy timorata, le cuesta abrirse a cualquiera; prefiere regodearse
con alguien conocido. Y sos él único hombre de la casa que cumple con los
requisitos… Además, confesó que siempre te tuvo ganas pero nunca se animó a
decirlo. ¿Viste que es posible pagar una deuda sin dinero? Dos o tres polvitos
y a otra cosa… No me mirés así, estoy hablando en serio…
El
viejo se atoró con el humo. Tosió varias veces antes de poder largar una
palabra:
-Es
una cargada, ¿no? ¡O vos estás loco y completamente desvariado! ¿A quién se le
ocurrió semejante idea?
-Fue
una moción presentada en la reunión de consorcio. La aprobaron por unanimidad…
-Me
niego rotundamente. Me niego… Ya podés ir avisando a esa manga de enfermos que
se olviden de esa locura. ¡Minga van a cobrar! Que se vayan a la puta que los
parió… Que les pague Mandrake…
-No
te pongas así. Arreglos son arreglos. Y como ellos son los acreedores, tienen
derecho a exigir la mejor propuesta. Pero bueno, si te negás, se verán
obligados a recurrir al plan B. Estaba dentro de las posibilidades tu rechazo a
esta primera opción…
-Dejate
de payasadas, pendejo. ¿Qué es eso del plan B?
-Como
te rehusaras a dispensar de placeres a María Luisa, la siguiente iniciativa es
que seas frugalmente sodomizado. Eso sí, aún resta determinar al ejecutor. En
la casa viven sólo mujeres; los únicos hombres somos nosotros dos. El indicado
sería yo, pero no puedo acceder a la demanda porque soy tu representante, la
parte negociadora. Además, no me gustan los culos peludos. Al tuyo lo conozco
demasiado. No es mi tipo…
La
cara del viejo se iba desencajando a cada segundo. En algún momento amagó a
reír, incrédulo. Pero a medida que avanzaba con la explicación, en tanto supe
mantener la compostura suficiente como para que se creyera consumadamente
semejante disparate, las facciones se le
fueron dislocando y palideció tanto que temí que se desmayara.
Mientras
hablábamos, fumábamos el porro prometido. Ya antes de contar la parte del plan
B, rechazaba su dosis. Parecía atorado por las palabras. Tanto que no le
entraba ni el humo del cigarrito. Hasta que me di cuenta de no estar
disfrutando la farsa. Me sentí cruel. Pero decidí sostenerla un rato más. Se me
fue de las manos cuando le recordé que al día siguiente le tocaba el duchazo.
-Aprovecharé
para depilarte, así no quedás tan repugnante-, le dije.
La
respuesta fue veloz y llegó en forma de variados y atronadores insultos. Hacia
mí, hacia el consorcio, hacia dios, el dinero, las deudas y su puto destino.
Luchaba y se defendía como gato panza arriba. Profirió términos soezmente
ingeniosos. No aguanté la carcajada y debí revelar la patraña.
-¡Qué
miedo le tenés a la poronga!-, le dije entre risotadas. Siguió insultándome a
mansalva-. ¡Pobre María Luisa, vas a dejar con las ganas!-, agregué sin atender
a su poética. Se calmó cuando me acerqué y le di un abrazo, amistoso y
enérgico.
-Quedate
tranquilo: de acá salís con el culo sano. Y limpio-, agregué.
Me
demoré varios minutos en aclarar todo. Comenzó a respirar con normalidad. Ahí
noté su cargada agitación. “¡Pensé que me matarías, pendejo y la concha de tu
madre!”, remató.
Le
pedí disculpas, sin dejar de reírme.
-Nunca
más me hagas algo así-, gimió.
Ofrecí
la última calada y la rechazó.
-Dormí
tranquilo. Mañana bajaré temprano. Anuncian un día espléndido. Mientras te baño
y aprovecharemos para airear la casa. Después podemos empezar a planear la
mudanza. Estamos cada vez más cerca, viejo, ya lo tenemos. En quince días
comienza una nueva etapa…
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(LII)
Para: Hugo Cavalcanti
Palacios
Calle
3 N° 492 1°E
1900
La Plata
Argentina
De: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester
25 August 1992
Queridísimo
amigo:
Lamento
tanto de demora en responderte. Comprendo que hayas escrito con insistencia y
te hayas enfadado. Lo siento mucho, de verdad. He cargado con muchos problemas
en este último tiempo y no me he detenido a responder a nadie. Además, he
vuelto a Manchester hace unos meses y me encontré con un mogollón de cartas
tuyas y de otros amigos. Recién ahora me dispongo a responderlas.
Como
siempre la primera es la tuya, mi querido amigo Hugo, aunque te sientas
cabreado conmigo. Me gustaría que sepas que siempre he pensado en ti y lo
seguiré haciendo. Pero he pasado momentos de la hostia. Te explicaré.
Volví
a encontrarme con Anne en Toulouse, adonde fui a trabajar en una escuela.
Volvimos a vivir juntos y volvimos a pelear. Ella trabajaba en una tienda de
ropa, le iba muy bien. Yo ingresé a una escuela para jóvenes. Enseñaba inglés
para avanzados y español para principiantes. Ganaba una buena pasta. Con los
dos sueldos nos la apañábamos. Vivíamos en un piso que era de su hermano, que
también vivía en la ciudad, y la renta era más barata que cualquier otro sitio.
Como siempre, en verano me quedé sin trabajo y aprovechamos para viajar. Fuimos
a la costa por tres semanas. La pasamos de maravillas pero reñíamos demasiado.
Ella se enfadaba porque yo bebía que ni veas. Cogí unos pedos gordos y un día
terminé en el hospital. Caí por las escaleras de un bar y me rompí la cabeza.
Tuvieron que darme unas puntadas y me pasé tres días en un hospital. Cuando
salí, regresamos a Toulouse. Anne se mostró muy cabreada. Me culpaba por los
malos momentos que le hacía pasar. Es que yo había prometido dejar de beber
tanto y, créeme, lo cumplí durante cierto tiempo. Salía poco a los bares porque
hacíamos cosas los dos juntos. Además, trabajábamos mucho. Pero en las
vacaciones volví con todo. Ese accidente la enfadó. Ya de regreso a Toulouse
todo cambió. Empezamos a regañarnos permanentemente y teníamos peleas
violentas. Ella una tarde se fue para la casa de su hermano y tardó varios días
en regresar. Cuando lo hizo me pidió que me fuera. Yo estaba muy borracho. Ella
me dijo que me engañaba con un compañero de trabajo. Peleamos muy fuerte y yo
la golpeé. Siempre fue una mentirosa conmigo, pero ese día lo dijo como para
que lo creyera. Al otro día apareció el hermano con unos amiguetes y me dieron
una hostia. La muy puta se vengó de la golpiza. Otra vez terminé en el
hospital, con dos costillas rotas. Ella no fue a verme, pero envió a alguien a
dejar todas mis cosas. No la vi nunca más.
¿Sabes?
En algún momento pensamos en casarnos y tener hijos. Ella dijo que me notaba
más maduro. Yo volví a creerle pese a todas las mentiras de antes. Incluso
hasta pensamos en ahorrar para comprarnos un piso. Pero ya ves que hay cosas
que nunca cambian. Parece que no estoy hecho para el amor.
De
allí me marché a Bayona. Quise volver al Liceo pero ya no había lugar. El jefe
de la escuela me prometió trabajo pero recién para tres meses después. Yo
estaba casi sin pasta, no podía esperar. Viví en casa de un amigo, que me
consiguió unas chapuzas en unos bares. No ganaba demasiado, pero alcanzaba para
cogerme unas buenas borracheras los fines de semana. Cuando pasaron los tres
meses volví a la escuela.
Conocí
a una chica inglesa que iba haciendo autostop. Su destino era París, pero
vagaba por Francia, de vacaciones. Era muy bonita, de 21 años. Viajaba con una
amiga, también muy maja. Ella ligó con mi amigo Jean-Paul, a quien conocí en un
bar donde trabajé.
Las
muchachas se quedaron casi tres meses viviendo con nosotros. La mía se llamaba
Ann (parece que ese nombre me persigue) y la otra Jacqueline. Salíamos casi
todos los días, después de mi trabajo, y cogíamos unas grandes tajadas. La
pasamos de maravilla. Hasta que decidieron partir hacia París, su destino.
Quedamos en volver vernos. A los tres o cuatro días veo en un periódico la
noticia: las chicas habían muerto en un accidente de coches. Iban en un auto
que las había recogido y chocaron cerca de Poitiers. Hubo además otros tres
muertos. Con mi amigo quedamos tristísimos, consternados. El periódico decía
que Ann estaba embarazada. Imagínate mi sorpresa, Hugo, y mi desazón. Nunca más
supimos de ellas y aún tengo la incertidumbre de si ese crío que llevaba dentro
no era mío.
En
Navidad volví a Manchester a visitar a mi familia. Pasé por Londres a visitar a
Danny. Había muerto hacía unos días. Estaba muy enfermo, tenía problemas en el
hígado. Sus amigos dijeron que a causa del alcohol. Era muy joven para morirse,
aunque yo sabía que terminaría así. Mi madre dijo que yo terminaría igual si
seguía bebiendo como lo hacía.
Las
fiestas las pasé de borrachera en borrachera. Estuve con Ann Kenne y nos
cogimos pedos. Volví a Bayona y trabajé en la escuela hasta las vacaciones de
verano.
¿Sabes
qué, Hugo? Tantas muertes en tan poco tiempo me hicieron mover el coco, pensar
en los seres que quiero, pensar distinto hacia mi futuro. Supongo que a ti te
pasa lo mismo. Siento mucho lo de tus padres, y lamento decírtelo recién ahora.
Pero, tú sabes, ellos eran hombres mayores, a esa edad la muerte es más
esperable. Es parte de la vida ver morir a nuestros padres, aunque no nos guste
el momento en que llega. Me preocupa qué harás tú, pues eras muy cercano a
ellos. Pero tienes suerte, por lo menos puedes contar con su fortuna para
apañártelas. ¿Qué estás haciendo ahora? Ya eres un hombre grande, pero aún
tienes mucho para recorrer. Espero que te encuentres bien, tal como lo deseo.
Verás,
yo ahora estoy en Manchester visitando a mi madre, que no está bien de salud.
Ella también es anciana y necesita atenciones. Vine para visitarla y ya llevo
un mes aquí. Todavía no decidí qué es lo que haré. No quiero pensar demasiado,
pero guardo dentro de mí malos augurios. Ojalá me equivoque.
Siempre
te recuerdo, y recuerdo con alegría nuestros días en España. Eso nunca lo
olvidaré, aunque tarde en escribirte. Te prometo que lo haré más seguido. Ahora
escribiré a Pepé, a Josefina, a Julito, que también los tengo un poco olvidados
y me enviaron sus cartas. ¿Tú sigues en contacto con ellos?
El
año pasado fui con una amiga a Barcelona y pensé seguir hasta Tarragona a
visitar la casa donde viviste con esa tía tan maja. Ya verás que siempre te
tengo en mi mente. Pero estuvimos pocos días y debimos volvernos a Francia.
Partimos hacia Montpellier porque ella debía trabajar allí y me invitó. Fue muy
generosa, pues yo tenía poca pasta.
Amigo,
me voy despidiendo. Te prometo que volveré a escribirte pronto. Y perdóname sin
me tardo mucho, pero estoy en días complicados. Te mando un fuerte abrazo, tu
amigo que nunca te olvidará
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