martes, 6 de diciembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (52)



CAPITULO
52

Después de cenar –una tarta con jamón, queso y tomate, devorada casi sin saboreos- y mientras terminábamos la primera botella de Toro Viejo, Lolei se apresuró a pedirme el cigarrito ese de la felicidad. Lo invité a no ser tan ansioso por un rato.
-Antes voy a llevar la vajilla sucia hasta mi casa. Vos hacé bien la digestión, relajate. Cuando vuelva, fumamos tranquilos-, declaré con calma. Se mostró de acuerdo.
Recogí las cosas de la mesa y me fui. Al pasar frente a la casa de Dora, escuché el ruido de la puerta que se abría. Su cara apareció en la minúscula hendija:
-¡Chist, vení para acá!-, ordenó implacable-. ¿Cómo va todo, hay alguna novedad?-, inquirió.
-Voy a dejar esto y mi casa y vuelvo-, respondí alzando las manos cargadas de platos sucios. Cuando regresé encontré la entrada abierta. “¡Pasá!”, se escuchó desde la cocina. Apareció con dos tazas de café. No me atreví a rechazarlo, pese a no tener ganas de beberlo. Aún tenía una botella de vino en la casa de Lolei.
-Hace bastante que no nos vemos; desde el mes pasado, cuando pagaste la última cuota de expensas-, comenzó a discursear, y aprovechó para recordarme la deuda del servicio.
-Pagaré la próxima semana, quédese tranquila-, me adelanté. Moviendo lateralmente la cabeza aclaró que no importaba, no es esa la urgencia.
-Ya estamos transitando diciembre, supongo que en pocos días te irás a visitar a tu familia. ¿Qué va a pasar con Lolei?-, disparó.
Estaba a punto de abrir la boca para hablar cuando nos aturdió el grito destemplado.
-Ahí lo tenés-, se apresuró a señalar Dora con una mueca de disgusto.
-Vuelvo enseguida-, le dije con una media sonrisa en los labios, en parte para descomprimir las tensiones permanentes en el rostro de mi vecina y, además, aprovechando ese rictus de seguridad que te da el hecho de saberse portador de buenas noticias.
El viejo estaba con su familiar cara de susto: “¿Por qué tardás tanto? Hace como media hora que te fuiste. Me dijiste que vendrías rápido”. Lo miré sin responderle.
Cuando andábamos de buenas me divertía comportarme así: yo me estancaba a mitad de camino entre la puerta y su cama, ponía los brazos en jarra, me quedaba serio, fruncía el entrecejo y no decía nada. Sólo lo miraba.
El viejo, conocedor de que había exagerado infantilmente, iba mutando su inicial gesto autoritario, iba encogiendo la boca, entrecerrando los párpados, bajando la cabeza, hasta quedar como un chico en penitencia. Recién entonces me acercaba y con afable templanza le dirigía unas pocas palabras.
-Estoy hablando con Dora, hay problemas con la deuda de expensas de este departamento -dije susurrando, queriendo impresionar con artificioso suspenso-. El consorcio quiere cobrar todo lo que debés y vamos a negociar una forma de pago. Intentaré hacer lo menos doloroso para vos. Pero dame unos minutos y no me llames. Tus gritos enfurecen a nuestra vecina y es preferible tenerla aquietada. Se hace más difícil tranzar con una mujer enojada, ¿me entendés?.
Con cara de preocupación, me dijo “bueno, bueno”. Llené la copa de vino y la coloqué sobre la mesa de luz.
-Entretenete con esto hasta que vuelva. Y, ya que estamos, bajemos un poco el volumen de la radio. Se escucha en todo el edificio. Dora se pone muy malhumorada con este programa. Dice que ese locutor es un forro del primer día. Yo estoy de acuerdo con ella. Y es mejor mantener tranquila a la fiera, ¿no te parece?-, sinteticé.
El viejo aprobó con la cabeza. Estaba manso como un cordero. Decía “sí” a todo, sin chistar. Esas tibias amenazas a veces resultaban eficaces. El método de asustar funcionaba. Y la transmisión de la culpa seguía siendo un buen recurso de persuasión.
Luego de calmar a una bestia, me encaminé hacia la jaula de la otra. Regresé con la convicción de que sería fácil de domar, porque llevaba los puños cargados de buenas noticias. Dora me recibió con su familiar gesto de indignación. Y caí en la cuenta que a esa altura todos los gestos tenían su particularidad y ya me resultaban conmovedoramente familiares.
-Se te enfrió el café-, dijo, sin embargo.
Agradecí la invitación; “otro día lo tomo caliente”, dije. Me senté frente a ella. Y me largué a contar todas las novedades que alegrarían su existencia y la de todo el vecindario.
Los días de Lolei en ese edificio estaban contados.
-¿Vos estás seguro de lo que vas a hacer?-, sorprendió mi vecina, siempre proclive a hallar el pelo en la leche pese a lo positivo de la noticia.
“Tanto jodió con sacarse de encima al viejo y ahora pone un manto de dudas a lo que debería considerar lo mejor que le pasó en el año”, pensé entre dientes y confundido, pero una vez más elegí el falso camino del optimismo y la mentira insolente para aparentar seguridad:
-Nunca estuve más seguro en mi vida a la hora de tomar una decisión.
Dora me miró desaprensiva y me deseó suerte. Agradeció todos mis esfuerzos y se puso a disposición para cualquier menester. ¡Qué comprensiva es la gente cuando no debe lidiar con lo más trabajoso! Ofrecía el paraguas después de que pasaba la tormenta. La despedí con un beso.

-¿Cómo te fue, nene? Tardaste mucho… Estaba por llamarte…
-Estuvo peliagudo. Esta gente no da el brazo a torcer así porque sí. No es fácil negociar semejante deuda cuando están empeñados en cobrar, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Además, vos conocés bien a Dora: es más porfiada que mula tuerta. Le expliqué mil veces que no tenés un solo centavo, pero ellos aducen que no es su problema. Ahora el inconveniente pasa a ser mío.
-¿Vos no tenés guita para prestarme? Prometo devolvértelo…
-Contame otro chiste, viejo sinvergüenza. ¿Con qué me vas a pagar? Te recuerdo que debés más de cuatro años, no es poca plata… Yo apenas si llego a pagar cada mes mis expensas. No soy pariente de Otto Bemberg. Acá suponen que el hijo de rico sos vos. Yo en este momento estoy seco hasta de vientre… ayer cagué crocante.
-No nos preocupemos, nene. Dentro de unos días nos vamos…
-…pero la deuda sigue en pie. Y hay que saldarla. Por un lado, es cierto, ya no me preocupo. Encontramos una manera de cancelarla. Eso sí, deberás esforzarte. Llegamos a un arreglo de palabra, y deberías cumplirla para que podamos irnos tranquilos.
-¡Qué bueno! ¿Y qué debo hacer? Podemos vender algo de la casa si es necesario…
Mientras hablábamos yo maniobraba pacientemente el cigarrito, con el cariño que merecen ser tratadas las cosas que brindan placer.
Ya estaba encendido, humeante, delicioso. Se lo extendí y respondí.
-No hay nada de valor en esta casa. El acuerdo nos exime de un desprendimiento económico: consiste en favorecer convenientemente a María Luisa… Dos o tres veces, nada más. Ya habrás visto que la pobre está un poco abandonada. Mucha dedicación a dios la fue apartando de los placeres verdaderos, del solaz carnal. Como es muy timorata, le cuesta abrirse a cualquiera; prefiere regodearse con alguien conocido. Y sos él único hombre de la casa que cumple con los requisitos… Además, confesó que siempre te tuvo ganas pero nunca se animó a decirlo. ¿Viste que es posible pagar una deuda sin dinero? Dos o tres polvitos y a otra cosa… No me mirés así, estoy hablando en serio…
El viejo se atoró con el humo. Tosió varias veces antes de poder largar una palabra:
-Es una cargada, ¿no? ¡O vos estás loco y completamente desvariado! ¿A quién se le ocurrió semejante idea?
-Fue una moción presentada en la reunión de consorcio. La aprobaron por unanimidad…
-Me niego rotundamente. Me niego… Ya podés ir avisando a esa manga de enfermos que se olviden de esa locura. ¡Minga van a cobrar! Que se vayan a la puta que los parió… Que les pague Mandrake…
-No te pongas así. Arreglos son arreglos. Y como ellos son los acreedores, tienen derecho a exigir la mejor propuesta. Pero bueno, si te negás, se verán obligados a recurrir al plan B. Estaba dentro de las posibilidades tu rechazo a esta primera opción…
-Dejate de payasadas, pendejo. ¿Qué es eso del plan B?
-Como te rehusaras a dispensar de placeres a María Luisa, la siguiente iniciativa es que seas frugalmente sodomizado. Eso sí, aún resta determinar al ejecutor. En la casa viven sólo mujeres; los únicos hombres somos nosotros dos. El indicado sería yo, pero no puedo acceder a la demanda porque soy tu representante, la parte negociadora. Además, no me gustan los culos peludos. Al tuyo lo conozco demasiado. No es mi tipo…
La cara del viejo se iba desencajando a cada segundo. En algún momento amagó a reír, incrédulo. Pero a medida que avanzaba con la explicación, en tanto supe mantener la compostura suficiente como para que se creyera consumadamente semejante disparate,  las facciones se le fueron dislocando y palideció tanto que temí que se desmayara.
Mientras hablábamos, fumábamos el porro prometido. Ya antes de contar la parte del plan B, rechazaba su dosis. Parecía atorado por las palabras. Tanto que no le entraba ni el humo del cigarrito. Hasta que me di cuenta de no estar disfrutando la farsa. Me sentí cruel. Pero decidí sostenerla un rato más. Se me fue de las manos cuando le recordé que al día siguiente le tocaba el duchazo.
-Aprovecharé para depilarte, así no quedás tan repugnante-, le dije.
La respuesta fue veloz y llegó en forma de variados y atronadores insultos. Hacia mí, hacia el consorcio, hacia dios, el dinero, las deudas y su puto destino. Luchaba y se defendía como gato panza arriba. Profirió términos soezmente ingeniosos. No aguanté la carcajada y debí revelar la patraña.
-¡Qué miedo le tenés a la poronga!-, le dije entre risotadas. Siguió insultándome a mansalva-. ¡Pobre María Luisa, vas a dejar con las ganas!-, agregué sin atender a su poética. Se calmó cuando me acerqué y le di un abrazo, amistoso y enérgico.
-Quedate tranquilo: de acá salís con el culo sano. Y limpio-, agregué.
Me demoré varios minutos en aclarar todo. Comenzó a respirar con normalidad. Ahí noté su cargada agitación. “¡Pensé que me matarías, pendejo y la concha de tu madre!”, remató.
Le pedí disculpas, sin dejar de reírme.
-Nunca más me hagas algo así-, gimió.
Ofrecí la última calada y la rechazó.
-Dormí tranquilo. Mañana bajaré temprano. Anuncian un día espléndido. Mientras te baño y aprovecharemos para airear la casa. Después podemos empezar a planear la mudanza. Estamos cada vez más cerca, viejo, ya lo tenemos. En quince días comienza una nueva etapa…


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(LII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Calle 3 N° 492 1°E
1900 La Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
I Bradgate Street
Ashton –II-Lyne
Tameside - Manchester

25 August 1992
Queridísimo amigo:
Lamento tanto de demora en responderte. Comprendo que hayas escrito con insistencia y te hayas enfadado. Lo siento mucho, de verdad. He cargado con muchos problemas en este último tiempo y no me he detenido a responder a nadie. Además, he vuelto a Manchester hace unos meses y me encontré con un mogollón de cartas tuyas y de otros amigos. Recién ahora me dispongo a responderlas.
Como siempre la primera es la tuya, mi querido amigo Hugo, aunque te sientas cabreado conmigo. Me gustaría que sepas que siempre he pensado en ti y lo seguiré haciendo. Pero he pasado momentos de la hostia. Te explicaré.
Volví a encontrarme con Anne en Toulouse, adonde fui a trabajar en una escuela. Volvimos a vivir juntos y volvimos a pelear. Ella trabajaba en una tienda de ropa, le iba muy bien. Yo ingresé a una escuela para jóvenes. Enseñaba inglés para avanzados y español para principiantes. Ganaba una buena pasta. Con los dos sueldos nos la apañábamos. Vivíamos en un piso que era de su hermano, que también vivía en la ciudad, y la renta era más barata que cualquier otro sitio. Como siempre, en verano me quedé sin trabajo y aprovechamos para viajar. Fuimos a la costa por tres semanas. La pasamos de maravillas pero reñíamos demasiado. Ella se enfadaba porque yo bebía que ni veas. Cogí unos pedos gordos y un día terminé en el hospital. Caí por las escaleras de un bar y me rompí la cabeza. Tuvieron que darme unas puntadas y me pasé tres días en un hospital. Cuando salí, regresamos a Toulouse. Anne se mostró muy cabreada. Me culpaba por los malos momentos que le hacía pasar. Es que yo había prometido dejar de beber tanto y, créeme, lo cumplí durante cierto tiempo. Salía poco a los bares porque hacíamos cosas los dos juntos. Además, trabajábamos mucho. Pero en las vacaciones volví con todo. Ese accidente la enfadó. Ya de regreso a Toulouse todo cambió. Empezamos a regañarnos permanentemente y teníamos peleas violentas. Ella una tarde se fue para la casa de su hermano y tardó varios días en regresar. Cuando lo hizo me pidió que me fuera. Yo estaba muy borracho. Ella me dijo que me engañaba con un compañero de trabajo. Peleamos muy fuerte y yo la golpeé. Siempre fue una mentirosa conmigo, pero ese día lo dijo como para que lo creyera. Al otro día apareció el hermano con unos amiguetes y me dieron una hostia. La muy puta se vengó de la golpiza. Otra vez terminé en el hospital, con dos costillas rotas. Ella no fue a verme, pero envió a alguien a dejar todas mis cosas. No la vi nunca más.
¿Sabes? En algún momento pensamos en casarnos y tener hijos. Ella dijo que me notaba más maduro. Yo volví a creerle pese a todas las mentiras de antes. Incluso hasta pensamos en ahorrar para comprarnos un piso. Pero ya ves que hay cosas que nunca cambian. Parece que no estoy hecho para el amor.
De allí me marché a Bayona. Quise volver al Liceo pero ya no había lugar. El jefe de la escuela me prometió trabajo pero recién para tres meses después. Yo estaba casi sin pasta, no podía esperar. Viví en casa de un amigo, que me consiguió unas chapuzas en unos bares. No ganaba demasiado, pero alcanzaba para cogerme unas buenas borracheras los fines de semana. Cuando pasaron los tres meses volví a la escuela.
Conocí a una chica inglesa que iba haciendo autostop. Su destino era París, pero vagaba por Francia, de vacaciones. Era muy bonita, de 21 años. Viajaba con una amiga, también muy maja. Ella ligó con mi amigo Jean-Paul, a quien conocí en un bar donde trabajé.
Las muchachas se quedaron casi tres meses viviendo con nosotros. La mía se llamaba Ann (parece que ese nombre me persigue) y la otra Jacqueline. Salíamos casi todos los días, después de mi trabajo, y cogíamos unas grandes tajadas. La pasamos de maravilla. Hasta que decidieron partir hacia París, su destino. Quedamos en volver vernos. A los tres o cuatro días veo en un periódico la noticia: las chicas habían muerto en un accidente de coches. Iban en un auto que las había recogido y chocaron cerca de Poitiers. Hubo además otros tres muertos. Con mi amigo quedamos tristísimos, consternados. El periódico decía que Ann estaba embarazada. Imagínate mi sorpresa, Hugo, y mi desazón. Nunca más supimos de ellas y aún tengo la incertidumbre de si ese crío que llevaba dentro no era mío.
En Navidad volví a Manchester a visitar a mi familia. Pasé por Londres a visitar a Danny. Había muerto hacía unos días. Estaba muy enfermo, tenía problemas en el hígado. Sus amigos dijeron que a causa del alcohol. Era muy joven para morirse, aunque yo sabía que terminaría así. Mi madre dijo que yo terminaría igual si seguía bebiendo como lo hacía.
Las fiestas las pasé de borrachera en borrachera. Estuve con Ann Kenne y nos cogimos pedos. Volví a Bayona y trabajé en la escuela hasta las vacaciones de verano.
¿Sabes qué, Hugo? Tantas muertes en tan poco tiempo me hicieron mover el coco, pensar en los seres que quiero, pensar distinto hacia mi futuro. Supongo que a ti te pasa lo mismo. Siento mucho lo de tus padres, y lamento decírtelo recién ahora. Pero, tú sabes, ellos eran hombres mayores, a esa edad la muerte es más esperable. Es parte de la vida ver morir a nuestros padres, aunque no nos guste el momento en que llega. Me preocupa qué harás tú, pues eras muy cercano a ellos. Pero tienes suerte, por lo menos puedes contar con su fortuna para apañártelas. ¿Qué estás haciendo ahora? Ya eres un hombre grande, pero aún tienes mucho para recorrer. Espero que te encuentres bien, tal como lo deseo.
Verás, yo ahora estoy en Manchester visitando a mi madre, que no está bien de salud. Ella también es anciana y necesita atenciones. Vine para visitarla y ya llevo un mes aquí. Todavía no decidí qué es lo que haré. No quiero pensar demasiado, pero guardo dentro de mí malos augurios. Ojalá me equivoque.

Siempre te recuerdo, y recuerdo con alegría nuestros días en España. Eso nunca lo olvidaré, aunque tarde en escribirte. Te prometo que lo haré más seguido. Ahora escribiré a Pepé, a Josefina, a Julito, que también los tengo un poco olvidados y me enviaron sus cartas. ¿Tú sigues en contacto con ellos?
El año pasado fui con una amiga a Barcelona y pensé seguir hasta Tarragona a visitar la casa donde viviste con esa tía tan maja. Ya verás que siempre te tengo en mi mente. Pero estuvimos pocos días y debimos volvernos a Francia. Partimos hacia Montpellier porque ella debía trabajar allí y me invitó. Fue muy generosa, pues yo tenía poca pasta.
Amigo, me voy despidiendo. Te prometo que volveré a escribirte pronto. Y perdóname sin me tardo mucho, pero estoy en días complicados. Te mando un fuerte abrazo, tu amigo que nunca te olvidará

Alan

Alan Rogerson, en una foto de 1983

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