APUNTES FINALES
En
los casi tres años que permaneció en el Hogar de Ancianos, Lolei se ganó el afecto
de todos. Pasaba sus largas horas entre la lectura y las charlas con los
internos del lugar. No tardó en desplegar su arsenal de anécdotas y de
inmediato recibió el tratamiento de “doctor”.
A
menudo recibía visitas de familiares y amigos míos. Durante cada una de mis
visitas, sólo me pedía renovar sus libros y algunos paquetes de cigarrillos,
que repartía entre sus nuevos compañeros. Y nunca olvidaba hacerme dos
preguntas puntuales: si había llevado los cuadros a Lolita y si había recibido
alguna carta de su viejo amigo Alan. Me dijo más de una vez, no sabía por qué,
estaba echando de menos a ese chaval.
Su
salud siguió en franca declinación, como venía ocurriendo desde hacía varios
años. Su debilidad se hizo cada día más visible. Los escasos tratamientos a los
que pudo ser sometido fueron infructuosos. El destino estaba sellado desde
hacía rato. Y él lo sabía.
A
mediados de junio de 2003, estando yo en La Plata, mi familia me comunicó que
Lolei había sido internado, debido a una recaída provocada por su irreversible
enfermedad. No dudé en viajar de inmediato. Debí sortear no pocos obstáculos:
aquel domingo 15 se celebraba el día del padre y la demanda de pasajes
dificultó el traslado directo a Rojas. Conseguí un boleto hasta Junín y tras un
extenso viaje de madrugada, llegué al mediodía de ese mismo domingo.
Cuando
lo visité en el hospital, Lolei dormía. Tenía conectado suero y un respirador
artificial. Me informaron que hacía días que estaba en ese estado, sin
conocimiento, sin responder a ningún estímulo. Sudaba copiosamente. Sus
rodillas atrofiadas lo habían achicado casi hasta la mitad de su tamaño y su
cuerpo abarcaba sólo un pedazo de la cama. Su pecho se inflaba como si tuviera
un globo en lugar de pulmones. Me acerqué y le hablé al oído, despacio,
mientras le secaba la transpiración de su frente. No respondió.
Debía
regresar a La Plata ese lunes, pero decidí postergar el viaje. Antes del
mediodía volví hospital. Todo seguía igual. A la noche, ya sobre el límite del
horario de visitas, fui a verlo una vez más. Le hablé al oído, modulando las
palabras. Lo tomé de la mano. Con la otra le secaba la frente.
De
pronto sentí que su mano apretó la mía con fuerza y por un rato no me soltó. Le
pregunté si me reconocía, si sabía quién era yo. Apenas movió la cabeza, con un
claro gesto de aprobación. Dije que todo saldría bien, que debía seguir
luchando. Él seguía sosteniéndome la mano. Hasta que en esa turba de
sensaciones inconexas y confusas de quien se sabe frente lo inalterable, en esa
andanada de palabras que se dicen sin sentido, sin pensar en consecuencias,
pero con el único motivo de levantar el ánimo, largué una mentira categórica,
tal vez la peor que he dicho en toda mi vida:
-Estuve
con Lolita, le di los cuadros. Y Alan escribió. Tengo acá su carta. Te mandan
muchos saludos-, susurré.
Abrió
los ojos y me buscó hasta encontrarse con los míos. Y una amplia sonrisa se
dibujó en su rostro empapado y lívido. Esos tres segundos que duró esa mueca
fueron, tal vez, los más felices de su vida. No lo sé. Solamente lo considero
un deseo que haya sido así. Lentamente me soltó la mano y se fue apagando,
hasta quedar en la misma posición de antes.
“Te
estaba esperando a vos”, me dijo uno de los médicos.
Se
fue sin saber la verdad: Lola Monteagudo Tejedor había muerto hacía casi tres
meses, el 23 de marzo, en La Plata, a los 68 años. Tampoco ella se enteró jamás
del destino de su ex esposo.
Y
nunca llegó ninguna carta a nombre de Alan Rogerson
Desde
su partida de La Plata, ningún familiar o amigo se interesó en el porvenir de
Lolei.
Pasados
diez años desde su muerte, casi nadie visita su tumba.
Si
existe alguna otra persona que haya dedicado al menos un pensamiento en su
memoria, sigue siendo un misterio.
FIN
Rojas,
octubre-diciembre de 2013
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