domingo, 15 de agosto de 2021

¿Quién quemará mis libros?


Algunas fotos, el recuerdo de otra caída y un interrogante. Secuencias inconexas motivan balbuceos mentales que no conducen a ningún lado. 

 

Tirando fotos del teléfono me reencontré con unas tomadas hace un par de meses (quizás un poco más). Me habían invitado a charlar con pibxs de diez a doce años que estaban escribiendo cuentos y proyectaban armar sus propios libros. Querían conocer de qué se trataba un editorial, y hacía allá fui con mi cara de piedra.

La idea de editorial también suele contemplar un lugar, un espacio adonde se hacen los libros, como puede ocurrir con una pizzería (porque de algún lado salen las pizzas o los libros, ¿no?). No sé qué imagen tendrán algunos del espacio físico que ocupa una editorial; lo cierto es que para mostrar dónde se empezaban a cocinar los libros de la que conozco, Nido de Vacas, no tuve más remedio que fotografiar mis espacios de trabajo. Es decir: el living-comedor-oficina-depósito-sala multiusos, y la biblioteca-escritorio-gimnasio-depósito. Sin ir más lejos, lo que se ve en estas fotos.


Orden relativo. Puede que haya algunas cuestiones 
para resolver con el temita del fengshui. Nada grave.



(Sí, a veces me siento como Lenny: “no digan cómo vivo”)



Ahora compruebo que desde hace meses ambos espacios lucen igual. Casi igual. Se levantan los bultos, se limpia la tierra, se reacomoda todo en el mismo exacto lugar, y se siguen agregando bultos. Cada tanto, todo lo que yace en la mesa del comedor-living-oficina se hace a un lado a la manera de una barrida completa con antebrazo en forma de escoba, para que algún visitante ocasional pueda apoyarse y ubicar alguna tasa sobre la mesa. Luego, se sobrepone el (des)orden.

De esa imagen de (des)orden devenido en normalidad y rutina interminable se desprende una de las preguntas más inquietantes que me asaltan de tanto en tanto. Y sobre la cual ya no arriesgo ninguna respuesta. Porque ni Dios la sabe…

 

***

Antes de eliminar esas fotos del teléfono (que finalmente no les mostré a lxs pibxs, por suerte no hizo falta), las bajé a la computadora y gané la calle. Buscaba un poco de sol, aire fresco, vida palpable aunque sea a la distancia. Enfilé por el monte hacia el lado del Cecir, tranquilo y sin apuro. No recordaba que había llovido hace unos días hasta que encontré algunos charcos y franjas barrosas en el camino. Varios huellones accidentaban el recorrido y deseché la idea de avanzar al trote. Lo primero que pensé, como casi siempre que ando por caminos desparejos, es que quería evitar otra caída. Vengo medio flojo de equilibrio últimamente (en mi barrio le dicen a esto que pasa porque uno es medio pelotudo…) Reconozco que me he puesto un poco remilgado ahora de vejete, y a veces hasta me molesta ensuciarme las zapatillas. Sí, ando medio pelotudón, no hay vuelta…

Me acordé (inevitablemente) de mi última caída acompañada de suciedad y crucé, por esos caprichos de una mente llena de sensaciones cangureantes, la imagen de esa rodada con el desorden general de mi casa.

Repasé, sin ponerme melancólico ni trágico, que aquella caída pudo haber terminado peor y se me dio por barruntar (¡qué ejercicio preciosísimo  e inútil es barruntar!) nociones inexactas de qué hubiese sucedido después de que hubiese sucedido lo que finalmente no sucedió.

¡Je! Veamos…


 ***

Hace unos meses anduve por Ushuaia. Y visité parajes que demandan largas caminatas por terrenos no tan amigables; es sabido que caminar en montaña no solo supone una aventura agradable a todos los sentidos, sino además cierta inminencia de riesgo para cuerpos ligeramente torpes o de tobillos más tristes que un bolero, como los míos. Me lucí en el Parque Nacional; al cabo de unas ocho horas anduve casi treinta kilómetros con lluvia, sol, barro, extravíos, paciencia, pendientes costosas. Supe aguantar los ritmos y esquivar los tropiezos. Solo una señal de alerta me quedó girando, como una idea desabrochada: arranqué antes de las diez  de la mañana, bajo una lluvia intensa, la senda costera del bosque; cerca de las siete de la tarde, ya anocheciendo, me  pasaron a buscar para volver a la ciudad. En ese lapso no crucé a más de diez personas; la mayoría en yunta o en equipo. Ninguna andaba sola, como andaba yo.

Después recordé que por momentos caminé al borde de leves precipicios junto al mar, sobre los que era necesario no distraerse; un simple resbalón podía resultar peligroso. Si me hubiese pasado algo (una caída que ocasionara una lesión; una descompostura, cualquier accidente menor) lo más probable hubiese sido que no me encontrara ni Dios. Hubiese podido pasar algo así: me caigo hacia el mar, me golpeo el marulo, me desmayo, pleamar hace lo suyo y chau picho, si te he visto no me acuerdo. 

O también: se cae un árbol, te aplasta y andá a cantarle a Gardel (debo justificar esta posibilidad contando que el único sonido inquietante que escuché durante horas, en ese recorrido, fue el crujido lejano de ramas de árboles gigantes, un rechinar estridente que te hacía frenar en seco o darte vuelta con cagazo de película de terror; los carteles de advertencia y la cantidad de plantas caídas merecían mantener ese respeto).





Lo inquietante no pasaba por la posibilidad de un accidente, sino por la soledad y porque nadie sabía que yo estaba en ese lugar. Y acá la cosa se pone interesante. Porque esto lo comprendí días más tarde, cuando sí sucedió la caída (que ya todos esperábamos, a que no…), el extravío, la incertidumbre, el barruntamiento excesivo y el origen que justifica este palabrerío…


***

Días después, otra vez solo (a esta altura la soledad ya no es un mero dato anecdótico) salí hacia el glaciar Martial. El ascenso se puede hacer en dos horas, sin grandes exigencias. El camino habitual estaba, ahora sí, bastante concurrido. Nos acompañaban vestigios de una nevada cercana y un frío que declinaba con el andar. Como sucede con cada ascenso trabajoso, lo que se termina por  disfrutar es el descenso. No siempre bajar es lo peor; lo peor puede ser hacerlo solo, siempre hacerlo todo solo.

Rumbo a la base, a mitad de camino, hay un descanso desde el cual se desprende un sendero que se eleva y busca una salida alternativa, tal vez más dichosa, tal vez más emocionante. En la cima, cerca del glaciar, alguien me había preguntado por el Sendero del Filo; dije no conocerlo; al llegar al descanso y descubrir el cartel que me descubría la existencia de ese Sendero, busqué a los interesados, pero no había nadie más que yo.

Por curiosidad, entonces, elegí ese camino. Me fui separando de la ruta recorrida en el ascenso, en dirección opuesta y ascendiendo cada vez más, cada vez más, hasta perder de vista aquella ruta. Tenía tiempo; allá arriba se veía todo magnífico, se olía el mar (aunque estaba lejos) y el viento atravesaba la piel como una caricia con amor.

Calculé haber caminado lo mismo que debí haber demorado en llegar a la base por el camino habitual. Me hubiese gustado encontrarme algún ser vivo con quien compartir esa sensación de paz y quietud.

No sucedió.

Por lo pronto, pude rescatar las mejores vistas que me traje de aquella experiencia. Estas son algunas.



Lo interesante empezó un rato después, a la hora del descenso. El Sendero del Filo, solo piedra y camino angosto con laderas de cuidado, me mostraba adelante un bosquecito. Bajé hasta el límite y al no encontrar más señales que indicasen otra vía, allí entré. El sol, que cada tanto se asomaba tibio y deslucido, se fue perdiendo bajo la espesura de la arboleda. La claridad que se filtraba por las ranuras de la arboleda no alcanzaba a dar alivio a la tierra mojada; entre nosotros: no había centímetro adonde pisar que no fuera un lodazal insoportable.

Barro. Barro. Barro y un declive descendiente bastante difícil de domar. Panorama inmediato y realidad: la cuesta abajo se fue haciendo cada vez más acostada y más barrosa; esas tierras, lo supe de inmediato, no conocían la dulzura de los rayos solares y sí el agua y la nieve. Estaba en alpargatas en la pista de Holiday on Ice.

Debo aclarar, a mi favor, que llevaba bastones (porque boludo pero precavido); a paso lento, avanzaba de costado, como si estuviera en falsa escuadra. Me las arreglé bien. Otra aclaración: no sabía hacia dónde iba. Lo que sí sabía (porque boludo y precavido, y también con problemitas de equilibrio), era que la posibilidad de caerme se estaba cada vez más cerca. Era inevitable: pendientes de cincuenta grados, barro barro barro, troncos atravesados, pozos, huellones, y yo.

 

Poco a poco se va oscureciendo el cielito, aunque sé que todavía es temprano. No me importa nada más que encontrar la salida. Llevo más de una hora caminando. Sigo la huella; hay carteles pegados a los árboles; al parecer, voy bien. A veces no puedo ni usar los bastones como tercer pie, pero sigo. Aguanto. Voy bajando; enfrente hay un vado cargadito y enseguida una pendiente que asciende. Necesito dar un paso largo, pero es tan flojo el barro que no puedo afirmarme para tomar envión y meter un saltito. Me estiro para apoyar un bastón del otro lado del arroyito. Me queda incómodo.

Estoy jugado; estimo que si meto un pie en el charquito ese que está a mitad del trayecto no va a pasar nada.

Lo único que vale es no detenerse.

Lo que me detiene es el pozo. Resulta que el pie se entierra hasta la rodilla, pierdo el equilibrio, caigo sobre el arroyito. Estaba más cantado que Let it be. ¡Paf!  A la mierda. ¡Ja, ja! ¡Qué divertriste momento!

Me levanté tan rápido como me respondió el cuerpo, como si me hubiese caído en el medio de un casamiento. No sé cómo reaccioné así, porque la caída fue brava; estaba en los planes, sí, pero resultó que el pozo era más hondo de lo imaginado; en ese momento fue como si me pie hubiera llegado a la China y le hubiese cascado el melón a Yao Ming. ¡Exagerado! ¡Lo sentí así! No tuve ni ánimo para lamentarme.

Listo. Pasó lo que tenía que pasar. No era lo importante; lo desolador del panorama no se limitaba a esa caída previsible. La posta era otra: comprendí que estaba perdido en un bosquecito por el cual avanzaba sin saber adónde terminaría, estaba completamente solo y ninguna persona en este mundo sabía que yo estaba ahí. O sea: si en esa caída tonta me doblaba un tobillo (como me sucede a menudo incluso acá mismo, en mi casa), había muchas probabilidades de que, por las condiciones del terreno, hubiese sido complicado continuar.

Ni qué hablar de otra clase de accidentes. Para los optimistas de las tecnologías es importante recordarles que en un lugar como ese un celular puede servirte de linterna, con suerte; otro uso posible es perderlo en el recto, como para no sentirte tan solo...

Por lo pronto, y esto es lo que no se barrunta, fue que tardé casi tres horas en llegar a un lugar al cual debí llegar en veinte minutos. El café con leche que fantaseé disfrutar en la tienda de la base se lo habrá tomado otro, porque yo no pude ni entrar, de tanta roña que cargaba.

 

Eso es lo de menos. Fuera de cualquier especulación, no deja de ser una real posibilidad esa de haber quedado fuera de circulación allí donde nadie me hubiese buscado. Hay hechos e interpretaciones: en los hechos, estaba donde estaba y absolutamente nadie lo sabía; si algo me pasaba, nadie iría a buscarme adonde no se sabía que podría haber ido. Lo mismo si me hubiese caído al mar mientras recorría el Parque, sin testigos y nadie hubiese reparado de mi existencia, ni en el ingreso al parque, ni el hotel (adonde nadie registraba mis movimientos). 

También en ese bosquecito cercano al Martial; ¿mirá vos si me rompía una gamba y quedaba ahí tirado, inmóvil, a merced de ser atacado por los lobos o desayunado por algún yeti patagónico? ¡Ja! ¡Qué plato!

Lo anecdótico no elimina lo preocupante. Y acá lo preocupante no solo es sobrevivir a caídas, a barruntar posibilidades de muerte y demás. Lo que no se advierte completamente es eso que motivó el cruce de ideas que desembocó en esta narración: ¿qué sucederá con mi desorden cuando me muera?

Porque, más vale, me moriré algún sorete día porque esta sorete vida incluye la sorete muerte como parte de este sorete recorrido. Entonces, ante hechos incontrastables e inmodificables, y frente a sucesos que indican que la soreta muerte anda siempre merodeando, mientras camino por un bosquecito en el fin del mundo, por un montecito acá nomás del pueblo, o en mi cama de siempre (para qué tan lejos…) lo que me queda preguntar es qué pasará con mis residuos cuando ya no esté.

En esto pensaba mientras sorteaba huellas en el monte y recordaba cómo pude zafar bien de algún traspié sureño y lejano.

Sé que es una preocupación que nos incluye a quienes andamos bastante solos por la vida, que no dejaremos descendencia ni nos llueven las manos para cargar el cajón. Lo que se barrunta, al fin y al fin cabo, es quién dispondrá de mi herencia. 

¿Quién tendrá ganas de recoger mi magra siembra material? Para que lo vayan estudiando lxs potenciales benefactores, lo poco que dejaré son libros. ¿Quién se quedará, entonces, con mi biblioteca?

¿Quién va a terminar de limpiar mi mesa? ¿Quién tirará todos mis papeles? ¿Quién será responsable de tirar mis libros? 

¿Quién prenderá el fósforo que elimine los rastros de mi paso por este mundo?



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