sábado, 31 de octubre de 2015

Presentando a Lolei

Breve confesión sobre las memorias inconfesables


Me pasé meses enteros pensando de qué manera contar esta historia.
Si hago un cálculo correcto ese tiempo debería medirse en años, más que en meses. A veces fueron horas, una tras otra, en esos momentos de raras esperanzas que me asaltaban mientras la vida me iba pasando por al lado sin que me animara a detenerla o sin que tuviera ganas de animarme a detenerla, porque creía que no había forma de bajarme del frenesí de estar viviendo sin ninguna meta a la vista. Fueron horas cortas de días largos, y también fueron largas horas de días demasiado cortos, los que dediqué replantearme esa desilusión. Me dejaba vencer rápidamente.
Poco y nada existía más allá de lo inmediato de cada jornada, aún con la tibia resistencia interior de saberme en un lugar impreciso, rodeado de dudas y con el tiempo disparado hacia una sola dirección: hacia adelante y hacia ningún lado.  Tenía la brújula averiada y no me importaba.
A veces lograba detenerme por un rato para analizar la situación, para analizarme, para bajarme por un instante de mi torbellino creado para resistir mis propias inseguridades. Y pensaba que tenía que hacer algo, que tenía una deuda pendiente conmigo mismo, que necesitaba saldarla para sentir que las cosas no habían pasado porque sí y no estaban pasando porque sí. Pero eran tan grandes y potentes las obstrucciones autoimpuestas que no había manera de romper esa burbuja. Y cuando más vueltas le daba al asunto, mayor era el tamaño y la resistencia de mis muros. Muros sin puertas y sin ventanas, construidos durante años. Parecía imposible romper con eso.
No hace mucho leí: “Quien se resigna, está dando los primeros hachazos al nogal de su propio ataúd”. Lo encontré cuando me di cuenta de que ya había vencido a la resignación. En buena hora. Pero descubrí que estuve caminando con el hacha en la mano durante todos esos años, con el riesgo de que si, en ese deambular, encontraba ese nogal, hoy no estaría contando este pasaje anecdótico.
Mi amigo Lolei, con todas sus contradicciones a cuestas, me había señalado los riesgos de la resignación. Su ejemplo puesto en palabras no siempre lo encontré reflejado en sus actos, pero no tiene importancia. Sus muros propios, por lo pronto, tuvieron una coyuntura muy diferente a la mía. Eran muros de miedo, de vacilaciones, de perplejidades, construidos desde la quietud y la pasividad. Mis muros de miedo tenían que ver con el recuerdo. O mejor: con el peso de tener que recordar aquello que necesitaba olvidar. Y en ese intríngulis estaba Lolei. La historia de Lolei, mi historia con Lolei.
Por eso tiendo a creer que todos esos años, esas horas que fueron días, y luego fueron meses, y luego años de movimiento incontrolado, fueron, inconscientemente, perpetrados con premeditación, con la única intención de demorar el regreso a ese pasado que necesitaba contar. Sin darme cuenta, me resistía a regresar a esa parte de mi historia que siempre me había resultado demasiado incómoda y penosa de sobrellevar. Necesitaba escribir ese episodio bisagra en mi vida para seguir caminando con menos lastre.
Sabía que no sería una tarea sencilla. Ya había dejado demasiadas páginas en blanco y no confiaba en mi perseverancia para lograrlo. Nunca tuve gran confianza en mí y me costó aceptar en que podría lograrlo. Pero sin quererlo, o porque las cosas son como tienen que ser, fui encontrando otra dirección. Detrás de los muros había otros mundos posibles. Aún con la brújula averiada puede rumbearme. Descubrí que se puede vivir con menos de todo lo que deseamos, que se puede amar, respetar y admirar a la persona que nos acompaña siempre, que podemos prescindir de mucha gente y abastecernos con el cariño de unos pocos, que todos tenemos una historia que vale la pena ser contada. Y en ese recorrido encontré el tiempo necesario para hacerlo. Me adueñé de mi tiempo para hacerme cargo de mi propia vida.  

Muchas veces creí que necesitaba escribir para disciplinar la locura. Otra, para enterarme de lo que pienso. Muchas veces se cree que nuestras palabras son sólidas, permanentes, únicas y que marcan para siempre. Pero no siempre es así. Escribimos en el momento. El riesgo de que los lectores extraños nos lean es que crean que quien representa esas palabras es uno. Y no es cierto. Este texto –y el de la historia que vendrá- no soy yo, aun cuando esté escrito en primera persona. Ese texto son mis manos, mis pensamientos, mi ánimo, mis recuerdos al momento de escribirlo. Por eso mis mayores dudas pasaron por tener que identificarme con el trabajo de escribir. Insisto: no soy yo. Fue un gran momento pasando a través mío. Tan solo el momento en que he estado lo suficientemente despierto como para capturarlo y escribirlo. De sacar las palabras adecuadas para contar la historia necesaria.
Así, la historia de Lolei fue escrita en un par de meses. Muchas horas por día de trabajo, de lecturas, de recuerdos, de abandonos y desatenciones. Cuando entendí que ya me había librado del hacha con que estaba buscando el nogal de la resignación, sólo necesité disciplinar mi tiempo, bucear en mi memoria, amedrentar mis pasiones. Y, sobre todo, entender que debía poner todos los sentidos al servicio de la liberación que significó tomar, de una buena vez, la decisión de escribir esa historia. No todos los días fueron felices, pero una vez que estaba adentro, no podía escapar. Y encontré el lugar que había elegido estar.
“Lolei. Memorias de lo inconfesable” se terminó hace dos años. Fue revisada y corregida incontables veces. Durmió durante meses en una carpeta de mi computadora junto a decenas de borradores y apuntes. Un par de veces viajó por correo electrónico hacia destinos remotos para ser leída por amigos y desconocidos. Llegó a España y a la Antártida. Recibió elogios y críticas. Y fue corregida, con el anhelo de mejorarla, cuantas veces creí necesario. Hoy considero que es momento de compartirla. Debe ser la séptima u octava versión corregida, ya perdí la cuenta. Es lo que quedó. Sé que si persisten las modificaciones, dormirá para siempre en este cascajo.


Cuando me animé a redactar una suerte de prólogo para mi librito de cuentos “Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece”, publicado en el año 2006, también me estaba acordando de Lolei, en ese momento “disfrazado” bajo un seudónimo elegido por él: Isidoro Palacios. Por aquel tiempo decía lo siguiente:

Esta es la tapa del libro de cuentos, del año 2006.
El muchachito de la tapa, es.... adivinaron: mi
amigo Lolei. (PD: el que no lo leyó, perdió, porque
no se consigue más)
“Pocos días antes de morir, Isidoro Palacios tuvo la deferencia de elevar una escrupulosa protesta contra mi cobardía. Me recriminó cierta falta de vanidad y con un elegante y cavernoso sermón, criticó, entre otras debilidades, mi ostensible inseguridad. Palabras más o menos, me recordó algo que ya intuía con temor por el simple hecho de pertenecer a este mundo: el tiempo corre más rápido de lo que parece. La vida es algo liviano que te roza la panza y te hace cosquillas en la nariz; parece molesta pero en realidad es un placer que nos cuesta reconocer y cuando nos damos cuenta, quizá sea demasiado tarde, me dijo. También me recomendó tener paciencia pero apurarse, no ser tan mesurado con la risa y evitar el exceso de explicaciones.
Es cierto: mi amigo Isidoro estaba enfermo y había perdido paulatinamente su lucidez. Y sabía que se estaba pudriendo minuto a minuto mucho antes de lo deseado.
Una noche como tantas, algunos años más tarde, desperté perseguido por ese recuerdo, uno de los últimos que guardo de su agonía. Y lejos de sobresaltarme, tuve un ataque de vanidad. La consecuencia de ese desvelo es este modesto volumen de relatos.
Creo que mi amigo hubiera disfrutado de esta actitud repentina; sé, sin embargo, que ya es demasiado tarde. Por eso, esta obrita va dedicada a la memoria de Isidoro Palacios, a pesar de todo”

F.R.
Rojas, marzo de 2006

Ahora pienso que esas palabras podrían repetirse para encabezar esta historia, que es más completa y más justa,  y que también comienza a ver la luz como consecuencia de un ataque de vanidad. Espero no arrepentirme como me pasó con ese volumen de cuentos. Esta vez cualquier lamento será en vano. De nuevo. Lo que viene a partir de ahora ya está escrito. Mal o bien, las palabras fueron dichas. Y bien sabemos que de las palabras no se vuelve…

1 comentario: