¿No somos todos un poco quijotistas?
Lolei en San Agustín, el 5 de mayo de 1935. Eran los primeros momentos de su historia |
El viejo era un apasionado
narrador de relatos extensísimos (su falta de gracia para los chistes, ya fuedicho, la suplía con su hábil despliegue de parrafadas evocativas, no exentas
de una nostalgia por ese tiempo pasado que fue mejor…) que siempre matizaba con
referencias de su propio pasado. Le encantaba hablar de su propia historia, de
sus recuerdos más entrañables, de las luces lejanas de una vida que, sin
embargo, supo tener más sombras que brillos. De todos los matices que tiene
cualquier vida, él se afanaba por mostrar aquellos más relucientes, los
coloridos, esos que se exhiben con un orgullo hiperbólico, como si todo el
entorno de sus vivencias hubiese estado amparado siempre por un halo de
excelsitud y buenaventura. Y está bien:
para qué poner en el tapete nuestras miserias si son precisamente las miserias
las que aparecen cuando más nos empeñamos en mostrar lo bueno que somos, lo
bien que nos ha ido, lo grandioso que pretendimos ser. Si de lo sublime surge
flagrante lo ínfimo, de las magnificencias de Lolei nacían sus carencias.
Nuestro repertorio de temas no
era demasiado amplio. Pasamos medio año viéndonos las caras todos los días,
varias veces cada día, y fuera de todas las obligaciones cotidianas que
debíamos sortear, hacíamos una tregua para nutrirnos de otra cosa que no fueran
mis redundantes y exiguas raciones de comida. Yo lo alimentaba con fideos y
milanesas y él me lo retribuía con historias. Yo cocinaba y limpiaba; él
hablaba.
Lolei hablaba más que yo,
siempre. Le gustaba sacar a relucir su anecdotario lustroso, lleno de
pergaminos y de hazañas de otros. Su particular desvelo por sentirse heredero
de cierta alcurnia de mediano fuste, que él se encargaba de exhibir como se si
tratasen de auténticas diademas, le servía para tener siempre un relato diferente con el cual
deleitarme –y deleitarse- y hacerme recordar, a cada rato, que antes de las
penurias actuales había existido un hombre al que el destino había señalado su
camino con una hartura de gentilezas y veleidades. Lolei se regodeaba con la
realidad de lo que fue para paliar la realidad de lo que estaba siendo. Con
esos recuerdos, sazonados con el don de la inventiva y de la grandilocuencia,
colmó de palabras las horas y los días que llenaban su inconmensurable vacío.
Mi amigo Lolei sentía que era un
eslabón de nuestra Historia grande. Tenía puesto el traje de heredero de
personajes sublimes de nuestro pasado, de ciertos próceres medianos de gestas
valiosas para la Patria. Se deslumbraba por un abolengo adquirido –a veces
forzado por él mismo- y con eso trataba de deslumbrarnos a todos. Conmigo lo
logró. Lo que más me agradaba de Lolei, además de su capacidad de querer
explorar su propia historia sin muchas complejidades, era su intento de
revelarse como un personaje más de una saga inventada a su conveniencia. Quería sentirse parte de una estirpe de
relativa valía.
Lolei hablaba de sí mismo, de sus
antepasados, y ostentaba una licencia para mentir propia de un novelista. No
estoy seguro de lo que hiciera adrede; creo que estaba en su naturaleza. Tampoco
estoy seguro de haberme topado con un mero fabulador, mucho menos un impostor.
Con sus contradicciones permanentes, mi viejo amigo exponía sobre sí mismo una
trama que lo volvía a él mismo más complejo, aunque quisiera mostrar lo
contrario. Como si mintiendo quisiera revelarme una verdad.
Muchos de los hechos contados por
Lolei en largas y lejanas noches del año 2000, cuando aprendimos a conocernos,
a querernos y odiarnos en dosis similares, pudieron demostrarse como reales
gracias a un fárrago de documentos que los corroboraron. Eran reales, en la
forma más pragmática que considero la
acepción, en tanto existían pruebas tangibles de comprobar su veracidad. Pero
también eran reales porque en su pasión de querer hacerlas ver como reales, se
transformaban inmediatamente en un engranaje más de esa maquinaria preparada
para convencer de esa veracidad. Seguramente conocía con exactitud la idea de
que, para convencer, es preferible una
mentira creíble a una verdad increíble. Retórica aristotélica pura. Apelaba
permanentemente a mi suspensión de laincredulidad.
Todo el mecanismo narrativo
engendrado por Lolei a partir de su historia y del relato de su historia, me
enfrentó con la paradoja de quien se decide a contar una “historia completa”
con los retazos de una única versión y los documentos que avalen o desmientan
esa interpretación. ¿Todo el Lolei que conocí era real? Y si no lo era, ¿era
necesario que lo fuera?
Podría mencionar cientos de
ejemplos al respecto. Se me ocurre ahora el primeros que recuerdo de aquellos
días en que nos encontramos. Acotaré un par de someros apuntes para
contextualizar la situación (luego, cuando entremos de lleno en la historia, se
conocerán mejor los detalles). Sólo diré que conocí a Lolei en La Plata, casi
por casualidad (o fatalmente, porque era inevitable que algún día nuestras
vidas se cruzaran) en su departamento. Vivíamos en el mismo edificio. Yo pasaba
todos los días por la puerta de su casa y miraba hacia el interior para
deleitarme, en silencio y focalizando entre las penumbras del lugar, con su
inmensa biblioteca. Se me caían las
babas cada vez que la veía. No adivinaba quién habitaba esa casa oscura, pese a
estar todo el tiempo la puerta abierta. A veces observaba unos pies de lo que
parecía un hombre acostado en una cama. Y nada más que eso. Los demás indicios
que hacían sospechar una presencia humana en el lugar eran el sonido de una
radio (que sonaba día y noche sin parar) y un tufo nauseabundo que emergía
desde allí e invadía el resto del edificio. Y eso es todo. Hasta aquí, ninguna
información más sobre un Lolei que, para mí, todavía no existía.
Apenas nos encontramos, en
circunstancias que luego conoceremos, recibí los primeros datos sobre su
biografía, contados por él, en una suerte de preámbulo de las historias que
llegarían después. Lo resumiré como si se tratara del recorte de su currículum
vitae, según su propia versión. ¿Quién era Lolei?
“Me llamo Hugo, soy abogado y vivo solo en este departamento. Nací en
Mar del Plata. También soy profesor de inglés. Mi papá era radical; fue
concejal y diputado provincial. Conoció a Ricardo Balbín, a Mario Giordano Echegoyen,
a Raúl Alfonsín, a Arturo Illia, a Crisólogo Larralde. Tenía una inmobiliaria
muy importante. Mi mamá era maestra. Estuve casado con una bioquímica que era
nieta de Florencio Monteagudo, sobrina nieta de Carlos Tejedor y de Aristóbulo
del Valle. Nos separamos hace muchos años. Trabajé en el Ministerio de
Educación hasta que me echaron, en años de la dictadura de Videla, y viví en
España, donde trabajé en una academia como profesor de idiomas. En este
departamento vivía mi tía Julia, hermana de mamá. Ahora estoy enfermo y no
puedo trabajar. Sobrevivo con lo que me quedó de la herencia de mis padres,
pero ya me está por salir la jubilación y con eso espero tener el dinero para
hacerme los tratamientos que necesito…”
Grosso modo, esa es una síntesis
del Lolei que se me presentó una tarde de junio del año 2000, cuando le vi por
primera vez la cara y escuché por primera vez la voz que me contaría su
historia. Ahora bien, ¿era ese realmente Lolei?
Pocos días antes de conocerlo,
una de nuestras vecinas me hacía la siguiente presentación sobre quien sería mi
amigo. Comparemos:
“(…) vive en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce.
En realidad ese lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años.
Desde entonces se quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse
en ese lugar, por ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos
meses y se iba y volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su
familia, incluso a sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos
eran buena gente. Lolei estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura.
Antes lo habían internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se
ponía violento cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la
salvé yo, la encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo
llevaron. Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como
si nada hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un
ministerio, hace ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó
a dar clases de inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy
preparada. Con su ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no
sé cómo se casó con este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente también
las drogas. Más de una vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente
borracho. Un degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Yo solía
invitarlo a tomar café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía
estaba vivo. Hasta que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa,
un dinero destinado a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la
cocina, porque estaba haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me
faltaba algo. No era mucho, lo suficiente para comprar una botella de ginebra.
Supuse que él se lo había llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando
se lo dije días después, porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se
enojó mucho, me trató de mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón
de barbaridades. Ahí se terminó la relación. Ahora debe años de expensas y
también pensamos en hacerle juicio para poder cobrar. El problema es que casi
no tiene más plata. Hasta ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los
padres, que vendieron un caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se
repartieron la herencia entre los hermanos, porque además tiene una hermana,
creo que también vive en Mar del Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban
en una buena posición económica; el padre fue diputado, era radical, la madre
era maestra, una excelente mujer, igual que la tía (...)
A grandes rasgos, hay similitudes
y diferencias evidentes entre un relato y
otro. Dos versiones de una misma historia. Las similitudes podrían
considerarse como parte de la verdad. También las diferencias pueden ser
verdaderas, de acuerdo a la fuente de la información. Pero también existen
omisiones, tanto de Lolei como de la vecina. Algunas están a la vista.
Seguramente hay muchas más que no conocimos ni conoceremos. Después de todo,
cabe preguntarse: ¿quién está fabricando al personaje, con sus verdades y sus
omisiones? ¿Cualquiera de ellas es creíble? ¿Quién era en verdad Lolei?
Durante muchos años me esforcé
por creer que mi amigo fue la suma de todo lo que me dijo ser y aquello que
omitió por no querer descubrir sus sombras. Y también todo lo que el alcance de
las palabras nos impide conocer de una persona. Si una vida verdadera ya es
demasiado compleja de abarcar con palabras, ¿cómo sería si esa misma vida
tuviera tantos sucesos ocultos como reales? ¿Cuánto de real había en sus
supuestas realidades que yo no podía comprobar con documentos y sin memoria?
¿Cómo escribir esa “historia completa” de alguien a quien ignoras mucho más de
lo que crees conocer?
Mientras me planteaba estas dudas
no podía dejar de pensar en personajes como don Quijote o Emma Bovary, que
disconformes con su vida real se inventaron y vivieron una heroica vida
ficticia para sentir que es posible una existencia distinta. No digo mejor ni
peor, sólo distinta (Los finales de esos personajes hablan por sí solos). Y tal
vez se trate de eso. Mi amigo Lolei –por cierto, gran lector y amante del
Quijote, no así de la novela de Flaubert- bien podría resultar un fiel ejemplo
de quijotismo, capaz de crearse una imagen distorsionada de su propia
existencia para aparentar algo que no era, o para hacernos creer que había sido
alguien que en realidad no había sido.
En cualquier caso, tantas
preguntas concluyeron en una certeza: que ninguna tiene la menor importancia,
que no vale la pena esforzarse por responderlas. Supongamos que Lolei fue un
gran mentiroso. ¿Y qué? ¿Acaso nadie miente? Supongamos que estaba aquejado de
quijotismo. ¿Y qué? ¿Acaso no somos todos un poco quijotistas? ¿Acaso no nos
conmueve la idea de representar un papel que no está a nuestro alcance, o de
vivir, aunque sea por un rato, una vida diferente a la que estamos viviendo?
¿Acaso estamos cometiendo un ilícito? Si Lolei representó una mentira para
hacerla ver como una verdad irrefutable, habrá que felicitarlo porque ha
resultado un triunfador. La mentira triunfa cuando está amasada con verdades. Y
si están bien dosificadas, podremos comernos una rica torta que difícilmente
nos indigeste.
Cuando decidí que mi amigo Lolei
podía ser el protagonista de una “historia completa”, con todas las certezas y
todas las ausencias que tenía a mi alcance para lanzarme a semejante tarea,
descubrí que no quería ponerlo en el lugar cómodo de la verdad. La verdad es
otra cosa y no sé si estoy interesado en eso ahora. Tampoco quería salvarlo de
la mentira. Si tuvo un pasado más o menos heroico, más o menos ficticio, más o
menos real, quedará en el criterio selectivo de quien se interese en seguir
hasta el final. A medida que desanden los capítulos, nos encontraremos con una
buena cantidad de planteos similares y abundantes testimonios que nos pongan
los pelos de punta por tantas dudas.
Concebir a Lolei como personaje
conllevaba demasiados riesgos históricos y emocionales como para detenerse en
la calidad o la cantidad de los hechos elegidos para contar su historia.
También mi memoria jugó un papel selectivo muy importante. Todo esto formó
parte de un proceso de reconciliación y de reconstrucción, con muchos
materiales frágiles y otros tantos sólidos. Quizás el recuerdo haya hecho su
aporte más consistente, lo cual no es un buen signo para su gloria. En el
fondo, tiene el mismo sentido que dar crédito a la veracidad de sus historias.
Si Lolei mintió, en su historia habrá más mentiras que verdades o supuestos. No
me avergüenzo de eso. En absoluto.
Mi amigo Lolei no sobrevivió mucho
más a aquellos días aciagos y eternos de convivencia, allá por el año 2000. Sin
embargo, ahora aparece reinventado en palabras de otro, siendo contado por
otro. Por aquellos días, sus relatos nos proporcionaban el oxígeno necesario
para sentirnos más vivos. Siento que estoy haciendo lo mismo que él.
Si estamos hechos de historias,
para Lolei contarlas tenían el mismo efecto que las vitaminas. Siento que estoy
sintiendo lo mismo que él.
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