sábado, 24 de octubre de 2015

Cómo escribir sobre Lolei

 ¿No somos todos un poco quijotistas?

Lolei en San Agustín, el 5 de mayo de 1935.
Eran los primeros momentos de su historia

De las largas charlas que solíamos tener con mi amigo Lolei siempre surgían historias reveladoras, y con eso nos entreteníamos para tratar de poner un poco de luz a las penumbras de nuestros presentes. En esos días aciagos y eternos de convivencia, sus relatos nos proporcionaban el oxígeno necesario para sentirnos más vivos. Si estamos hechos de historias, para Lolei contarlas tenían el mismo efecto que las vitaminas, con las cuales  ambos nos nutríamos.
El viejo era un apasionado narrador de relatos extensísimos (su falta de gracia para los chistes, ya fuedicho, la suplía con su hábil despliegue de parrafadas evocativas, no exentas de una nostalgia por ese tiempo pasado que fue mejor…) que siempre matizaba con referencias de su propio pasado. Le encantaba hablar de su propia historia, de sus recuerdos más entrañables, de las luces lejanas de una vida que, sin embargo, supo tener más sombras que brillos. De todos los matices que tiene cualquier vida, él se afanaba por mostrar aquellos más relucientes, los coloridos, esos que se exhiben con un orgullo hiperbólico, como si todo el entorno de sus vivencias hubiese estado amparado siempre por un halo de excelsitud y buenaventura.  Y está bien: para qué poner en el tapete nuestras miserias si son precisamente las miserias las que aparecen cuando más nos empeñamos en mostrar lo bueno que somos, lo bien que nos ha ido, lo grandioso que pretendimos ser. Si de lo sublime surge flagrante lo ínfimo, de las magnificencias de Lolei nacían sus carencias.
Nuestro repertorio de temas no era demasiado amplio. Pasamos medio año viéndonos las caras todos los días, varias veces cada día, y fuera de todas las obligaciones cotidianas que debíamos sortear, hacíamos una tregua para nutrirnos de otra cosa que no fueran mis redundantes y exiguas raciones de comida. Yo lo alimentaba con fideos y milanesas y él me lo retribuía con historias. Yo cocinaba y limpiaba; él hablaba.
Lolei hablaba más que yo, siempre. Le gustaba sacar a relucir su anecdotario lustroso, lleno de pergaminos y de hazañas de otros. Su particular desvelo por sentirse heredero de cierta alcurnia de mediano fuste, que él se encargaba de exhibir como se si tratasen de auténticas diademas, le servía para  tener siempre un relato diferente con el cual deleitarme –y deleitarse- y hacerme recordar, a cada rato, que antes de las penurias actuales había existido un hombre al que el destino había señalado su camino con una hartura de gentilezas y veleidades. Lolei se regodeaba con la realidad de lo que fue para paliar la realidad de lo que estaba siendo. Con esos recuerdos, sazonados con el don de la inventiva y de la grandilocuencia, colmó de palabras las horas y los días que llenaban su inconmensurable  vacío.
Mi amigo Lolei sentía que era un eslabón de nuestra Historia grande. Tenía puesto el traje de heredero de personajes sublimes de nuestro pasado, de ciertos próceres medianos de gestas valiosas para la Patria. Se deslumbraba por un abolengo adquirido –a veces forzado por él mismo- y con eso trataba de deslumbrarnos a todos. Conmigo lo logró. Lo que más me agradaba de Lolei, además de su capacidad de querer explorar su propia historia sin muchas complejidades, era su intento de revelarse como un personaje más de una saga inventada a su conveniencia.  Quería sentirse parte de una estirpe de relativa valía.
Lolei hablaba de sí mismo, de sus antepasados, y ostentaba una licencia para mentir propia de un novelista. No estoy seguro de lo que hiciera adrede; creo que estaba en su naturaleza. Tampoco estoy seguro de haberme topado con un mero fabulador, mucho menos un impostor. Con sus contradicciones permanentes, mi viejo amigo exponía sobre sí mismo una trama que lo volvía a él mismo más complejo, aunque quisiera mostrar lo contrario. Como si mintiendo quisiera revelarme una verdad.

Muchos de los hechos contados por Lolei en largas y lejanas noches del año 2000, cuando aprendimos a conocernos, a querernos y odiarnos en dosis similares, pudieron demostrarse como reales gracias a un fárrago de documentos que los corroboraron. Eran reales, en la forma  más pragmática que considero la acepción, en tanto existían pruebas tangibles de comprobar su veracidad. Pero también eran reales porque en su pasión de querer hacerlas ver como reales, se transformaban inmediatamente en un engranaje más de esa maquinaria preparada para convencer de esa veracidad. Seguramente conocía con exactitud la idea de que, para convencer,   es preferible una mentira creíble a una verdad increíble. Retórica aristotélica pura. Apelaba permanentemente a mi  suspensión de laincredulidad.
Todo el mecanismo narrativo engendrado por Lolei a partir de su historia y del relato de su historia, me enfrentó con la paradoja de quien se decide a contar una “historia completa” con los retazos de una única versión y los documentos que avalen o desmientan esa interpretación. ¿Todo el Lolei que conocí era real? Y si no lo era, ¿era necesario que lo fuera?

Podría mencionar cientos de ejemplos al respecto. Se me ocurre ahora el primeros que recuerdo de aquellos días en que nos encontramos. Acotaré un par de someros apuntes para contextualizar la situación (luego, cuando entremos de lleno en la historia, se conocerán mejor los detalles). Sólo diré que conocí a Lolei en La Plata, casi por casualidad (o fatalmente, porque era inevitable que algún día nuestras vidas se cruzaran) en su departamento. Vivíamos en el mismo edificio. Yo pasaba todos los días por la puerta de su casa y miraba hacia el interior para deleitarme, en silencio y focalizando entre las penumbras del lugar, con su inmensa biblioteca.  Se me caían las babas cada vez que la veía. No adivinaba quién habitaba esa casa oscura, pese a estar todo el tiempo la puerta abierta. A veces observaba unos pies de lo que parecía un hombre acostado en una cama. Y nada más que eso. Los demás indicios que hacían sospechar una presencia humana en el lugar eran el sonido de una radio (que sonaba día y noche sin parar) y un tufo nauseabundo que emergía desde allí e invadía el resto del edificio. Y eso es todo. Hasta aquí, ninguna información más sobre un Lolei que, para mí, todavía no existía.
Apenas nos encontramos, en circunstancias que luego conoceremos, recibí los primeros datos sobre su biografía, contados por él, en una suerte de preámbulo de las historias que llegarían después. Lo resumiré como si se tratara del recorte de su currículum vitae, según su propia versión. ¿Quién era Lolei?
“Me llamo Hugo, soy abogado y vivo solo en este departamento. Nací en Mar del Plata. También soy profesor de inglés. Mi papá era radical; fue concejal y diputado provincial. Conoció a Ricardo Balbín, a Mario Giordano Echegoyen, a Raúl Alfonsín, a Arturo Illia, a Crisólogo Larralde. Tenía una inmobiliaria muy importante. Mi mamá era maestra. Estuve casado con una bioquímica que era nieta de Florencio Monteagudo, sobrina nieta de Carlos Tejedor y de Aristóbulo del Valle. Nos separamos hace muchos años. Trabajé en el Ministerio de Educación hasta que me echaron, en años de la dictadura de Videla, y viví en España, donde trabajé en una academia como profesor de idiomas. En este departamento vivía mi tía Julia, hermana de mamá. Ahora estoy enfermo y no puedo trabajar. Sobrevivo con lo que me quedó de la herencia de mis padres, pero ya me está por salir la jubilación y con eso espero tener el dinero para hacerme los tratamientos que necesito…”
Grosso modo, esa es una síntesis del Lolei que se me presentó una tarde de junio del año 2000, cuando le vi por primera vez la cara y escuché por primera vez la voz que me contaría su historia. Ahora bien, ¿era ese realmente Lolei?
Pocos días antes de conocerlo, una de nuestras vecinas me hacía la siguiente presentación sobre quien sería mi amigo. Comparemos:
“(…) vive en ese departamento desde hace varios años, unos diez o doce. En realidad ese lugar era de su tía Julia, que murió hace unos siete años. Desde entonces se quedó solo en la casa. Tiempo antes había sabido refugiarse en ese lugar, por ejemplo cuando se separó de su esposa, pero se quedaba unos meses y se iba y volvía y volvía a desaparecer, actitud que preocupaba a su familia, incluso a sus padres. Los padres fallecieron antes que Julia. Todos eran buena gente. Lolei estuvo exiliado en España, en la época de la dictadura. Antes lo habían internado en Melchor Romero por problemas con el alcohol. Se ponía violento cuando tomaba. Una noche corrió a la tía con una cuchilla y la salvé yo, la encerré en mi departamento hasta que vino la policía y a él se lo llevaron. Julia igual lo defendía mucho y ni bien salió lo volvió a acoger como si nada hubiese pasado. Es abogado, pero nunca ejerció. Trabajó en un ministerio, hace ya muchos años, y después, cuando regresó de Europa, se dedicó a dar clases de inglés, creo que en escuelas. Es una persona muy culta, muy preparada. Con su ex esposa no se habla, una señora de lo más distinguida, no sé cómo se casó con este engendro. Se perdió por el alcohol, y seguramente también las drogas. Más de una vez lo vi salir del cabaret de la esquina, completamente borracho. Un degenerado. Igual, por momentos era una persona amable. Yo solía invitarlo a tomar café a mi casa, hace ya muchos años, cuando mi marido todavía estaba vivo. Hasta que un día me faltó algo de plata que había sobre la mesa, un dinero destinado a pagar impuestos. Seguramente aprovechó mi ida hasta la cocina, porque estaba haciendo café, y cuando se fue me di cuenta que me faltaba algo. No era mucho, lo suficiente para comprar una botella de ginebra. Supuse que él se lo había llevado, no me quedaba otra cosa que pensar. Cuando se lo dije días después, porque yo no me guardo nada, lo negó rotundamente, se enojó mucho, me trató de mentirosa y sinvergüenza, me gritó, me dijo un montón de barbaridades. Ahí se terminó la relación. Ahora debe años de expensas y también pensamos en hacerle juicio para poder cobrar. El problema es que casi no tiene más plata. Hasta ahora vive de lo que le quedó de la herencia de los padres, que vendieron un caserón que tenían en Mar del Plata. En realidad se repartieron la herencia entre los hermanos, porque además tiene una hermana, creo que también vive en Mar del Plata, no sé nada de ella. Los padres estaban en una buena posición económica; el padre fue diputado, era radical, la madre era maestra, una excelente mujer, igual que la tía (...)
A grandes rasgos, hay similitudes y diferencias evidentes entre un relato y  otro. Dos versiones de una misma historia. Las similitudes podrían considerarse como parte de la verdad. También las diferencias pueden ser verdaderas, de acuerdo a la fuente de la información. Pero también existen omisiones, tanto de Lolei como de la vecina. Algunas están a la vista. Seguramente hay muchas más que no conocimos ni conoceremos. Después de todo, cabe preguntarse: ¿quién está fabricando al personaje, con sus verdades y sus omisiones? ¿Cualquiera de ellas es creíble? ¿Quién era en verdad Lolei?

Durante muchos años me esforcé por creer que mi amigo fue la suma de todo lo que me dijo ser y aquello que omitió por no querer descubrir sus sombras. Y también todo lo que el alcance de las palabras nos impide conocer de una persona. Si una vida verdadera ya es demasiado compleja de abarcar con palabras, ¿cómo sería si esa misma vida tuviera tantos sucesos ocultos como reales? ¿Cuánto de real había en sus supuestas realidades que yo no podía comprobar con documentos y sin memoria? ¿Cómo escribir esa “historia completa” de alguien a quien ignoras mucho más de lo que crees conocer?  
Mientras me planteaba estas dudas no podía dejar de pensar en personajes como don Quijote o Emma Bovary, que disconformes con su vida real se inventaron y vivieron una heroica vida ficticia para sentir que es posible una existencia distinta. No digo mejor ni peor, sólo distinta (Los finales de esos personajes hablan por sí solos). Y tal vez se trate de eso. Mi amigo Lolei –por cierto, gran lector y amante del Quijote, no así de la novela de Flaubert- bien podría resultar un fiel ejemplo de quijotismo, capaz de crearse una imagen distorsionada de su propia existencia para aparentar algo que no era, o para hacernos creer que había sido alguien que en realidad no había sido.
En cualquier caso, tantas preguntas concluyeron en una certeza: que ninguna tiene la menor importancia, que no vale la pena esforzarse por responderlas. Supongamos que Lolei fue un gran mentiroso. ¿Y qué? ¿Acaso nadie miente? Supongamos que estaba aquejado de quijotismo. ¿Y qué? ¿Acaso no somos todos un poco quijotistas? ¿Acaso no nos conmueve la idea de representar un papel que no está a nuestro alcance, o de vivir, aunque sea por un rato, una vida diferente a la que estamos viviendo? ¿Acaso estamos cometiendo un ilícito? Si Lolei representó una mentira para hacerla ver como una verdad irrefutable, habrá que felicitarlo porque ha resultado un triunfador. La mentira triunfa cuando está amasada con verdades. Y si están bien dosificadas, podremos comernos una rica torta que difícilmente nos indigeste.

Cuando decidí que mi amigo Lolei podía ser el protagonista de una “historia completa”, con todas las certezas y todas las ausencias que tenía a mi alcance para lanzarme a semejante tarea, descubrí que no quería ponerlo en el lugar cómodo de la verdad. La verdad es otra cosa y no sé si estoy interesado en eso ahora. Tampoco quería salvarlo de la mentira. Si tuvo un pasado más o menos heroico, más o menos ficticio, más o menos real, quedará en el criterio selectivo de quien se interese en seguir hasta el final. A medida que desanden los capítulos, nos encontraremos con una buena cantidad de planteos similares y abundantes testimonios que nos pongan los pelos de punta por tantas dudas.
Concebir a Lolei como personaje conllevaba demasiados riesgos históricos y emocionales como para detenerse en la calidad o la cantidad de los hechos elegidos para contar su historia. También mi memoria jugó un papel selectivo muy importante. Todo esto formó parte de un proceso de reconciliación y de reconstrucción, con muchos materiales frágiles y otros tantos sólidos. Quizás el recuerdo haya hecho su aporte más consistente, lo cual no es un buen signo para su gloria. En el fondo, tiene el mismo sentido que dar crédito a la veracidad de sus historias. Si Lolei mintió, en su historia habrá más mentiras que verdades o supuestos. No me avergüenzo de eso. En absoluto.
Mi amigo Lolei no sobrevivió mucho más a aquellos días aciagos y eternos de convivencia, allá por el año 2000. Sin embargo, ahora aparece reinventado en palabras de otro, siendo contado por otro. Por aquellos días, sus relatos nos proporcionaban el oxígeno necesario para sentirnos más vivos. Siento que estoy haciendo lo mismo que él.
Si estamos hechos de historias, para Lolei contarlas tenían el mismo efecto que las vitaminas. Siento que estoy sintiendo lo mismo que él.


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