Sólo le pido una cosa,
señor Juez: necesito aclarar algunos aspectos sobre mi condena. Nada más que
eso. A veces pienso que usted es quien debe afinar mejor algunos puntos del
fallo. Quizá yo sigo siendo un poco tosco para entender su jerga y termino
distorsionando el sentido de algunas palabras que emplea para sus fundamentos.
Pero tal vez es usted el que no entiende (y nunca entenderá, ya estoy casi
seguro) cuáles fueron las razones verdaderas de mi acto. Para la ley todo
parece más sencillo. Usted juzgó un acto sin considerar debidamente todo
lo que existe detrás. Usted parece olvidar toda mi historia, que ya
relaté con lujos y detalles más de quince veces. ¿Acaso cree necesario que la
cuente otra vez? ¿Acaso mis explicaciones no han sido lo suficientemente
claras?
Es cierto, señor Juez:
he matado a una persona. Y es cierto, también, que lo he hecho bajo la estricta
conformidad que alcanza el sentido común. Sí: mi sentido común, si así
lo prefiere. Común o extraordinario, parece que no es suficiente. ¿Sigue
dudando de mi palabra? Usted sigue convencido de que esa muerte fue injusta. Pues
bien: debo hacerle una observación: usted se equivoca. Se equivoca, señor Juez.
El acto criminal que se
me atribuye es legítimo y acertado. Sí: soy culpable, en eso estamos de
acuerdo. Le digo más: si yo fuera usted, también me habría condenado con la misma
pena. Sí: estoy seguro. Pero hay razones... Algunos argumentos formulados en el
veredicto son los que no encuentro atinados... ¿Qué: que sea claro?... Por eso
es que intento hablarle, señor Juez. Porque necesito ser claro y, sobre todo,
necesito que me entienda. Aunque sea una sola persona en este mundo: que haya
una sola persona que comprenda todas las razones...
Veintisiete años estaré
en prisión, ¿no es cierto?... ¿Treinta?. No es tanto tiempo, después de todo.
Veintisiete son los años que he vivido y han pasado tan rápido. Hasta tengo la
sensación que han sido menos, mucho menos que veintisiete años. Espero que allí
dentro sea parecido. Aunque... podré salir antes, ¿verdad? Sí: eso no es
importante ahora. Lo importante es que logre entenderme, nada más que eso. No
sé por qué me mira así, señor Juez..., con esa mezcla de perseverancia y
desgano, con incredulidad, con odio. Usted me detesta, ¿verdad? Claro: es por
eso que no ha logrado comprenderme. Y porque cree que soy un pobre individuo
que ha cometido la torpeza de matar a alguien por razones que usted no
llega a advertir. Entiendo: usted comprende, opina y reputa con los libros de
la ley entre sus manos. Parece no tener otro método. A usted le bastaron dos
cosas para declararme culpable: la palabra “asesinato” y mi propia confesión.
Con esa simpleza actuó: me atribuyó el asesinato en el momento de mi confesión,
sin necesidad de buscar más pruebas sobre el hecho. Y si llegaron a la verdad
fue gracias a mí, gracias a que yo mismo los guié hasta el lugar del crimen,
les enumeré uno a uno los pasos del asesinato y metí sus sucias narices encima
del muerto. Ni siquiera necesitaron pedir una reconstrucción de los hechos,
pues yo me encargué de hacerlo antes que cualquiera lo pidiera. De modo que les
hice ahorrar bastante trabajo y tiempo, señor Juez. ¿No juzga esto como un acto
de buena voluntad, de sublimidad? Podría tenerlo en cuenta, al menos para que
alguna vez se retribuyan mis favores. Entiéndame: no le reprocho nada –no estoy
en condiciones de hacerlo–. Deseo que imite mi buena voluntad para allanar el
camino hacia la verdad. Sólo deseo que entienda mis verdaderas razones.
Usted sigue creyendo
que no existen justificativos para matar a alguien. Y que la ley es categórica
ante hechos semejantes. Créame: eso no lo pongo en duda. Y se lo repito: estoy
de acuerdo con usted y con la ley. Respeto la sanción y la asumo con total
dignidad y caballerosidad. Simplemente me permito exigir comprensión y
justicia, no sobre el crimen ni sobre la condena, sino sobre los motivos reales del
crimen. Busco comprensión sobre la
verdad, señor Juez.
Todavía estamos a
tiempo ¿verdad? No hace tanto que se dictó la sentencia; debe haber gente en la
sala todavía. ¿No hay algún fiscal, algún abogado, algún policía, algún cafetero
que quiera escuchar mi alegato? Tal vez entre varias personas logren sacar una
idea más pura, menos prejuiciosa, si es que usted solo no puede hacerlo.
¿Podría llamar a alguien? ¿O es que nadie está interesado en la verdad? No
pierden nada, señor Juez, ni usted ni ellos. Lo que todos querían ya lo
lograron: ya dije que no es mi condena lo que quiero discutir. Todos los que
están aquí dentro son seres humanos, ¿o me equivoco?. Todos tienen familia y
viven en esta sociedad. Todos compartieron la misma educación. Y tuvieron
novias y amigos y amantes y fueron socios de algún club y compartieron partidos
de fútbol y cenas y borracheras y leyeron libros de psicología y de antroplogía
y de sociología y de historia y deliciosas novelas policiales, ¿no es así? Todos
los que están aquí lo han hecho. Y por eso comparten una cultura y un caudal de
conocimientos que los hace parecidos. Forman un endogrupo muy particular, señor
Juez, casi una secta. Por eso me resulta llamativo que entre tantas cabezas no
haya una que logre entender lo que quiero explicar. Jamás he leído nada de eso.
Y sin embargo, parezco tener una visión más amplia que usted sobre el asunto.
Antes que hombres de leyes todos ustedes son seres humanos, ¿o me equivoco?
Entonces, ¿alguien será capaz de atenderme con otros códigos que se distancien
de los legales? Llame a alguien, señor Juez, si es que solo no puede.
Vuelvo a repetirle: no
estoy a favor de esa forma de morir. Y yo he acabado con una vida. No erigiría
una estatua de mí mismo por mi obra. Ya le dije, señor Juez: yo mismo me
hubiese impuesto una condena si no lo hubiese hecho usted. (Digo usted
pero está claro que me refiero a ustedes: en este momento, usted
representa a todo el mundo, señor Juez. Claro que podría venir alguien más, si
es que usted solo no puede.) Me mira así porque me cree incapaz de imponerme mi
propio castigo. Se nota que no me conoce. Y lo peor es que hace todo lo posible
por no llegar a conocerme nunca. Ni siquiera se digna a prestarme atención
cuando le hablo. Aunque sea una vez podría cambiar su actitud, señor Juez.
*****
Gracias por venir,
señor Juez. Le prometo que es la última vez que lo molesto. Estoy bien,
gracias. Es un poco fría, nada más; igualmente la celda es agradable. No es
mala la comida, pero no tengo mucho apetito, siempre fui de comer poco. Creo
que mejoraré a medida que me acostumbre al frío y al aburrimiento. Sí, era como
suponía: los días parecen más largos aquí dentro y sin nada para hacer. ¿Hay
alguna forma de conseguir más pastillas para dormir? Creo que las necesitaré;
las dosis que me traen no siempre alcanzan. Si pudiera dormir más tiempo todo
se haría más corto y más resistible. Por lo pronto no tengo quejas para
presentar. ¿Acaso estoy en condiciones de reclamar mejores servicios, más
lujos, más beneficios? No se burle de mí, señor Juez; no se aproveche de mi
desgracia.
Le pedí que viniera
porque necesito hablar con usted, aunque sea la última vez que nos veamos. Es
mi último intento, se lo prometo. Esta vez confío en su buena voluntad. En
honor a la verdad, señor Juez, haga el esfuerzo de entenderme. Sea sincero
conmigo y prométame que va a juzgar correctamente lo que quiero explicarle.
Sólo inténtelo; olvide por un momento su condición de Juez y escúcheme como si
fuera un amigo; júzgueme como a un amigo, no como al reo que soy. Trate de
hacerlo. No se vaya. No, no es un asunto terminado. Espere un momento, por
favor. Una última cosa: como intuí que no me atendería, que volvería a
desestimar mi pedido, escribí esta carta: es mi última confesión. Necesito que
la lea, allí está todo lo que deseo explicarle. Es algo extensa, pero es
bastante específica y reveladora. Léala con atención, luego quémela si quiere.
Ahí está la verdad, solamente la verdad de los hechos. No varía con lo que ya
he dicho y redicho antes; no le tomará más tiempo que el ya ocupó en mí. Si no
puede usted solo, pásesela a alguien más; quizá entre varios logren el
objetivo. Y... ¡Espere!... ¡No me insulte!... ¡Espere, señor Juez, no se vaya
todavía!... ¡Yo no lo he insultado, le pido que me trate con el mismo
respeto!... ¡Vuelva, señor, no se resista a la verdad!... ¡Usted no está a
favor de la verdad: usted es un mentiroso y un arrogante, señor!... ¡Usted
también es un asesino, tiene que saberlo de una vez! ¡Asesino!... ¡Regrese:
hágalo en honor de su ley ya que no lo hace por la verdad!... ¡Tiene que
entenderlo, señor, trate de hacerlo!... ¡Ignora todo sobre la vida!...
¡Asesí...! ...Está bien, oficial, suélteme...
puedo regresar solo a la celda... ¡Ya conozco el camino, no hace falta
que me empuje! ¡Puede soltarme, oficial: ya llegamos!... ¡Gracias, puedo entrar
solo!... ¡Un momento, oficial: quédese un momento! Por favor, tengo que
preguntarle algo. Tal vez usted sí está preparado para entenderme. Sólo le pido
una cosa: respóndame con sinceridad. ¡Júremelo!... ¿Usted sería capaz, oficial,
de matar a una persona por aburrimiento?... ¡No, yo no era quien estaba
aburrido: era mi hermano quien lo padecía! El aburrimiento es lo único horrible
que hay en el mundo, es el único pecado para el que no existe perdón. ¿No cree
que le hice un gran favor ayudándolo a extirpar su mal y facilitándole la
entrada al cielo? Si seguía viviendo cubierto de tanto tedio jamás habría
alcanzado la gloria celestial; Dios nunca lo hubiese perdonado y ni siquiera él
le hubiera expiado todos sus pecados. ¿No le parece un buen motivo?... ¡Ah:
usted piensa igual que ellos!... Pero, ¡vuelva, oficial, no se vaya!... ¡Usted
tiene que entenderme, por el amor de Dios, tiene que entenderme! ¿No hay nadie
que sea capaz...?¿Qué pasa: acaso nadie tuvo un hermano cuya única diversión
fuera mirar televisión?
De "Nunca nadie me dijo que nada parece ser lo que parece" (2006)
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