martes, 6 de septiembre de 2016

Lolei. Memorias de lo inconfesable (42)

Disponible en Amazon.com (click aquí)




CAPITULO
42

Fue a mediados de febrero del 77. Ya estaba separado de Lolita pero cada tanto nos visitábamos. No nos llevábamos tan mal. Esa noche, serían las nueve y media, diez de la noche, había estado en su casa, para el cumpleaños de su sobrino, que festejaba sus dieciocho. Fue una reunión familiar, pero yo quería mucho a ese chico, era muy inteligente, un amante del cine. No me acuerdo qué le regalé. Yo por aquellos días estaba bebiendo mucho, venía entonado con el alcohol. Estaba viviendo con Julia en esta misma casa. La cuestión es que en el cumpleaños comimos y chupamos bastante. No me acuerdo del resto de las personas; yo sí bebí bastante. Hacía calor y quise volverme caminando hasta el departamento. Total, eran no más de diez cuadras. Pero yo estaba medio boleado, un poco en pedo, diría. Me acuerdo que en lugar de agarrar por calle 3, salí para el otro lado y caminé por calle 2. Pasé frente al ministerio de Seguridad, que estaba lleno de canas, como siempre. Dos cuadras después, llegando a la esquina de 48, frenan un Valiant y atrás un auto de la policía. En total serían siete tipos, entre los dos autos. Se bajan tres. Me piden documentos. Me tiran contra la pared, con los brazos y las piernas extendidas. Me cachean. Todos estaban armados. Y mostraban las armas, a la altura de mis ojos. Yo no tenía documento y les di la credencial del trabajo. Me acribillaron a preguntas: de dónde venía, adónde iba, con quién trabajaba, quién era mi jefe, qué hacía a esa hora de la noche por ese lugar. Yo respondía como podía, tratando de no mostrar el cagazo que tenía. En algún momento debo haber dicho algo que no les gustó y uno me pegó un culatazo por las costillas que me dejó doblado. Me dijeron “flojo, maricón, levantate”. A mí el pedo me ponía un poco violento a veces, y tenía miedo de reaccionar como el Increíble Hulk, que cuando lo toreaban un poco se ponía verde y empezaba a las piñas. Yo no estaba para peleas pero temía calentarme y contestarles de manera inapropiada a esos hijos de puta. No me acuerdo qué dije, pero seguro que respondí algo que no les gustó y me cargaron al auto. Empecé a los gritos y fue peor, porque me comí un par de golpes en la cabeza que me dejaron medio tarambana. El coche arrancó y salimos a los santos pedos. Me agarraron de los pelos y metieron mi cabeza entre el hueco de los asientos. Iba todo doblado, me dolía la cabeza. Yo hablaba, hablaba, quería que me explicaran por qué me llevaban, quería que me dijeran adónde me llevaban. “Ya te vamos a explicar hijo de puta, te vamos a explicar cómo hay que comportarse con la autoridad”, me decía uno, el que ocupaba el asiento del acompañante. El auto avanzaba pero yo ya no veía nada, ni por dónde íbamos ni la cara de los tipos que iban conmigo. Me tranquilicé y dejaron de pegarme, pero nunca de insultarme. Me putearon todo el viaje. Como a los veinte minutos el auto se detuvo. Me taparon la cabeza con mi propio saco antes de bajarme, y escoltado por un tipo de cada lado, que me agarraban de los brazos, caminamos varios metros hacia el interior de una vivienda. Se abrían y cerraban puertas a medida que avanzábamos. Ya había gente en el lugar, porque escuché varios saludos dirigidos a los que venían conmigo. Escuché ruido a fierros y supuse que era un calabozo. Me empujaron y caí desparramado en el piso. Estaba húmedo y frío. “Ahora dormite, hijo de puta, a ver si se te pasa la esbornia”, dijo el que cerraba la puerta. “Y ni se te ocurra destaparte la cabeza porque no la contás”, agregó el otro. Escuché pasos alejarse y risas. Dejé pasar un rato y asomé un ojo. Espié. Estaba completamente oscuro, como lo imaginaba. Una negrura terrorífica y un silencio mortuorio. Percibía el sonido de voces, a la distancia, muy lejanos. Traté de buscar signos de vida a mi alrededor, pero no encontré. Y tampoco me animé a decir nada. No sé cómo soporté el terror a la cerrazón del ambiente. Recuerdo imágenes vagas, como de ensueños. En algún momento me dormí. Creo que fue más por la borrachera, que en definitiva fue lo que me hizo sobrellevar la situación. No me acuerdo de nada más hasta que me despertaron intempestivamente, a los gritos. No sé cuánto tiempo habré dormido, ni siquiera sé si llegué a dormir. Lo cierto es que me sacaron a la fuerza de la celda y me llevaron a la rastra entre dos, tres tipos. Por supuesto que yo gritaba como una bestia acorralada. Recién en ese instante de lucidez, en esa brevedad en que tomé una conciencia corporal, me di cuenta lo que estaba sucediendo, tuve una cabal precisión de dónde estaba ubicado. Supe que era yo contra el mundo. Y ese mundo, en el estado en que me encontraba, se reducía a una fugaz superposición de imágenes inconexas, mezcladas con emociones inexplicables, discontinuas, claramente vecinas al pánico, una suerte de confusión lúcida. Sentí, en todo el cuerpo y en todos mis pensamientos, la muerte. La cercanía de la muerte. Tal vez sea una sugestión, tal vez ahora que lo cuento se mezclan esas sensaciones de incertidumbre con certezas posteriores, pero lo pienso, lo digo, y se me llena la cabeza de olor a muerte. Como que en ese lugar merodeaba la muerte. Y a mí llevaban a encontrarme con ella. No sé, es difícil describir el miedo, nene, creéme, más que nada si estás asustado de verdad.  La cuestión es que me arrastraron hasta otra habitación, sin decirme nada, sin responder a mis insultos. Caminábamos entre una penumbra desoladora, por eso casi ni puedo describir el entorno. Entramos a una habitación pequeña, donde había un camastro. Me obligaron a desnudarme. Me negué, al principio me negué, hasta que empezaron a pegarme. Piñas, patadas en todo el cuerpo. Yo  gritaba “basta, basta”, y los tipos me seguían dando con ganas. Me empecé a sacar la ropa y aflojaron. Hasta que quedé completamente en bolas. Entre los tres me acostaron en la cama, que era más bien especie de mesa. Me ataron las manos, me ataron los pies. Después me vendaron los ojos. Me decían “quedate tranquilo, no te va a pasar nada si colaborás, sólo necesitamos que nos digas en qué andás… ya sabemos quién sos, quién es tu familia, quiénes son tus amigos, tus compañeros de trabajo, sabemos todo sobre vos… tuvimos suerte en encontrarte anoche, todavía te estabas salvando pero ya te íbamos a caer encima…” Yo les decía que no estaba en nada, que no conocía a nadie, que cuando me encontraron me estaba yendo a mi casa… De repente sentí un terrible dolor en los huevos, peor que una patada. Grité tan fuerte que uno de los tipos me puso algo en la boca. Seguí aullando, pero ya ni siquiera yo me escuchaba. La misma punzada padecí en la planta de los pies. Y en la cara, en la panza, en los muslos, en las encías. Después no me acuerdo de nada más. Creo que de tantas convulsiones, terminé por perder el conocimiento. Cuando me recuperé estaba otra vez en la misma celda en la que me habían tirado antes. Seguía desnudo y toda mi ropa estaba hecha un bollo a mi lado. Me vestí como pude, porque me dolía todo el cuerpo, y me quedé sentado contra un rincón. Pasaron varias horas, no sé cuántas. Dormía, me despertaba y volvía a dormirme. Alguna vez alguien se acercó a ofrecerme agua. Yo siempre decía que sí, y me alcanzaban un jarro. No me preguntaban nada, solamente si quería agua. Dolorido y aterrado como nunca, me esforzaba por dormir. La verdad es que no sé si lo lograba, pero el tiempo me parecía que pasaba rápido. Mi mente era una nebulosa. Y los únicos recuerdos que me asaltaban eran los vividos hacía un rato. Los golpes, los insultos, la mesa, la tortura, el dolor, el miedo. No podía restablecer imágenes del cumpleaños, del momento en que me levantaron, del lugar donde lo hicieron. Me esforzaba por saber adónde estaba. Una parte de mí se afanaba en poner en orden las vivencias y otra parte en olvidar todo lo que me pasaba. Aún hoy no puedo determinar si todas esas sensaciones eran hijas de los sueños o de esa lacerante vigilia. Lo que siguió después fue una repetición de hechos. Volvieron a torturarme otras dos veces, con el mismo método. Las preguntas eran las mismas, pero las voces a menudo eran otras. En una de las sesiones alguien me dijo “sabemos que tu familia es radical, pero vos sos peronista, sos un subversivo como todos los hijos de los radicales, traidor a tus raíces, traidor a tu país”. Yo gritaba que no era peronista, repetía entre estertores que no era subversivo. “Contanos lo que sabés, danos nombres o te vamos a hacer mierda, como a todos los montoneros y comunistas como vos”, me decían. Y me pegaban. La tercera vez que me llevaron sentí en el alma que no saldría vivo de ese cuarto. Una vez más me desperté agotado, dolorido, desnudo. Por primera vez oí voces de otra gente, seguramente eran cautivos como yo. Pero no hablé con nadie, no me animé a decir nada. Escuchaba que hablaban entre ellos; yo me cosí la jeta. Una mañana –después supe que fue durante la mañana, porque en la completa oscuridad en que me encontraba perdí la noción completa del tiempo y hasta del espacio- un milico, vestido de civil, me vino a decir que iban a soltarme. Y desde el lado de afuera, con la cara pegada a la puerta, me dijo, con una dureza que nunca olvidaré, “si llegás a largar una sola palabra de lo que pasó acá, te la vas a tener que ver con nosotros de nuevo. Y esa vez sí que no la contás nunca más”. Me recalcó la última parte y me preguntó si me había quedado claro. Le dije que “sí, señor”, y lo tuve que repetir dos veces. Horas más tarde me hicieron vestir, me sacaron de la celda. Con buenos modales, me llevaron a un baño, me dijeron que me arreglara, “ponete presentable”, me advirtió uno. Cuando me miré al espejo me asusté de mi propio aspecto. Quedé enceguecido por la luz. Había estado varios días sin ver la claridad. Me hicieron salir, me hicieron tapar otra vez la cabeza, “vamos para el auto”, escuché. Subí y sentí que dos tipos se sentaron, uno a cada lado de mí. Me obligaron a mantenerme agachado. El auto arrancó y emprendió su marcha. En un tramo del viaje, espié por un intersticio debajo del saco y reconocí los carteles de una esquina. No me acuerdo cuál era, pero supuse que estaba en la zona de Berisso. Después ya no miré más, seguí en la posición en que me habían ordenado. Dimos vueltas casi media hora. De repente el auto frenó. Me hicieron bajar y me arrastraron unos metros. Los dos tipos que me rodeaban repetían las advertencias: “si llegás a abrir la boca, la próxima sos boleta”. Me sentaron contra un árbol y pidieron que ni se me ocurriera descubrirme la cabeza hasta no escuchar más el ruido del auto. Me quedé así unos eternos cinco minutos. Se escuchaba un silencio sepulcral, roto de a ratos por el chirriar de los grillos, por el canto de los pájaros. Cuando me paré y me sentí libre otra vez, descubrí que estaba en el Bosque, en la zona del zoológico. Caminé en medio de la soledad y la penumbra hasta la Avenida 1. No encontré a nadie, absolutamente a nadie. Cuando llegué hasta la esquina de 54, pensé de inmediato cruzar hasta la casa de Lolita, que estaba a dos cuadras de allí. Pero otra vez debía pasar cerca del ministerio, en las cercanías de donde me habían secuestrado. Vi llegar a un taxi por la avenida y casi me le tiro encima para detenerlo. Tuve suerte de que el taxista frenó y pude subirme. Visiblemente asustado, el conductor intentó escurrirse, pero ante mis ruegos, accedió a llevarme. Le advertí que debería aguardarme unos momentos al llegar a destino, pues había tenido un inconveniente y no contaba con dinero, pero le abonaría, “quédese tranquilo que le pagaré el viaje”. Paramos justo frente a la puerta de la casa, me prendí al timbre, y Julia atendió al cabo de varios minutos. Sin darle mayores explicaciones, le pedí plata para pagar el viaje. Bajé las escaleras lentamente, agradecí la generosidad al taxista y le estiré el monto, con propina incluida. Cuando regresé al departamento vi que también estaba mamá. Julia lloraba, no paraba de preguntarme “adónde estuviste, qué te pasó, estás bien”. Mamá apareció desde la habitación y corrió a abrazarme. Me dijo que habían hecho una denuncia por mi desaparición, “por intermedio de unos conocidos de tu padre nos enteramos que te habían detenido. Él no pudo venir, pero habló con gente amiga. Le prometieron que te liberarían… pensé que nunca más te vería, teníamos mucho miedo”. Mientras hablaba dejaba un río de lágrimas y no paraba de gimotear. Tía Julia también lloraba desconsolada. Y yo también. Preferí no contarles detalles, sólo le avisé que estaba cansado y tenía hambre. Entretanto me duchaba -limpieza que sentí como un nuevo bautismo- me prepararon churrascos, ensalada de lechuga y tomate, una porción de fideos de su propia cena. Volví a comer después de… ¿cuántos días? Les pregunté cuántos días había faltado, ya no tenía noción del tiempo vivido. Fueron tres días; yo les dije “creí que fue un mes”. Ellas no paraban de hacerme preguntas. Yo no especifiqué nada. “Fue un error, se confundieron con otro, me llevaron por equivocación”, expliqué tratando de simular calma. Hablamos un rato largo, me sentí muy cansado. Anuncié que necesitaba dormir, descansar, purificarme. Tía Julia me cedió su cama y ella fue al sofá cama del living. Mamá se recostó a mi lado y me dormí sintiendo sus caricias en mi cabeza…


************************************************* 

(XLII)

Para: Hugo Cavalcanti Palacios
Jujuy 1261
7600 Mar del Plata
Argentina

De: Alan Rogerson
Bar Le Speakeasy
44 Av. d’Arès
Bordeuax
France

21 Octobre 1986
Querido amigo Hugo:
Perdóname por no haberte escrito pero como ves he vuelto a cambiar de casa. Tuve un problema gordo y me tuve que marchar. No vivo muy lejos del sitio anterior. Te explicaré lo que ocurrió.
Estaba en casa de un amigo que salía con una chica. Él se fue de vacaciones y yo me quedé. La chica vino, comimos juntos en un restaurante y nos cogimos en gran pedo. Yo me fui a la casa; ella se fue. Al rato ella regresó, quería que le echara un polvo. Yo me negué porque no quería engañar a mi amigo. Desgraciadamente él se enteró, lo interpretó muy mal y me echó. Encontré una habitación cerca de esa casa. Es bastante lujosa, pero me aburro que ni veas. Así que voy al bar y me cojo un pedo de vez en cuando.
El 25 voy a rendir un examen de castellano en la Universidad. Equivale a las opciones de España. Mi madre dijo por teléfono que había recibido una carta tuya hace bastante tiempo. Estoy de vacaciones en Pau, una ciudad en los Pirineos, a unos 50 kilómetros de la frontera. Paro en casa de un amigo, que es profesor de Historia. Volveré a Burdeos dentro de unos días. Ya no trabajo y cobro subsidio de paro. No pagan mucho pero me las apaño al principio. Espero volver a Manchester en la Navidad, llevo casi un año sin ver a mi madre y a mi hermana.
¿Cuándo nos volveremos a ver? Me gustaría encontrarte y discutir contigo por chorradas, como hacíamos en la calle cuando cerraban los bares. ¿Te acuerdas el día que llamé a un poli porque me habías golpeado? ¿Y cuando discutimos grande en la frontera portuguesa? ¡Qué buenos tiempos!
¿Has visto a Pablo? Me parece que está de vuelta, pues una amiga suya vino a mi casa para pedirme que le ayudara a encontrar trabajo en la vendimia en Burdeos durante septiembre. Allí me lo contó. Estoy seguro que te llevarás muy bien con él, es un chico muy majo y además su padre es abogado.
Te doy un abrazo muy fuerte, tu amigo para siempre

Alan

No hay comentarios.:

Publicar un comentario