Segundo capítulo de la novela Penales para el primer amor. Aníbal Oreón relata un incidente significativo de su niñez. De cómo una afrenta de su mejor amigo termina definiendo su relación con Dios y con su madre.
CAPITULO 2
Mi compañero de banco en la escuela primaria durante siete años fue Santiago Brines. Mi compañero y mejor amigo. Mi guía durante la infancia, el punto de referencia para saber cómo aprender a ser distinto sin dejar de ser uno mismo. Era ese faro que nos hace sentir seguros cuando navegamos por costas peligrosas.
Santiago bien pudo haberse llamado Virgilio. En mayor o menor medida todos tenemos a un Virgilio que nos toma de la mano y nos ayuda a orientarnos para tratar de conocer el mundo a medida que el mundo se nos va presentando como un objetivo ineludible a explorar. Para algunos su Virgilio será su padre, un tío, un libro, un dios. Para otros lo será un maestro, un cantante, una hermana, otro dios. Otros quizás no escogerán a nadie y lograrán descubrir el mundo sin necesidad de alguna ayuda, o se darán cuenta de la presencia de ese Virgilio desconocido a mitad de camino, cuando giren sus cabezas en busca de una figura tutora capaz de arrastrarlo fuera de una tormenta o indicarle el verdadero norte de su vida. Y allí lo encontrarían, donde siempre había estado sin ser visto. Buscado por conveniencia o simplemente encontrado por necesidad o por azar, todos tenemos un Virgilio para enderezarnos el camino, para guiarnos.
Mi Virgilio fue Santiago. Y creo haberlo hallado en el momento más adecuado.
Desde muy pequeño supo utilizar sus encantos para ganarse la confianza de todos quienes lo rodeaban. Tenía el don de ser especial sin esforzarse. Yo carecía de esa gracia. No recuerdo si yo lo elegí a él o fue él quien se acercó a mí. Simplemente sé que nos encontramos y nuestras frescas vidas comenzaron a modificarse.
Juntos conocimos el cielo y el infierno. Los verdaderos, los que habitaban en nuestras propias almas. Los que valen la pena ser explorados. Los que tienen senderos infinitos y nos construyen a lo largo de los años. Los que nos dejan huellas imborrables. Ese cielo y ese infierno caminamos juntos.
Recordarlo a él es recordarme a mí mismo. Porque sin Santiago quizás yo nunca hubiese sido quien soy hoy. El cielo y el infierno, estoy seguro, hubiesen sido muy diferentes para los dos. No sé si mejor o peor; sí diferente.
El primer Santiago que ahora se me incrusta en la mente es ese que una memorable jornada hacia el final de la escuela primaria, me había apostado con convencer a todos mis compañeros de clase a votar por mí en una elección que yo no quería ganar.
Fue una experiencia anecdótica para todos, pero significativa para mi vida.
El incidente al que me refiero sucedió una mañana en que me negué a llevar una bandera en un acto escolar. Estaba en séptimo grado; ya teníamos once o doce años.
A partir de una votación, fui elegido para ser abanderado (o escolta, no estoy seguro) para un acto que conmemoraba no sé qué gesta histórica. Me negué a cumplirlo. Mi argumento en aquel momento fue más o menos el siguiente: “No me lo merezco; hay chicos más competentes que yo que con gusto llevarían esa bandera. Para mí no significa nada. Cedo mi honor a quien se sienta gratificado de hacerlo”.
Vana explicación: en la directiva de la escuela se armó una pequeña revolución. Nadie entendía la decisión. El tamaño de mi ingratitud era inédita.
Recuerdo esta imagen: yo estaba sentado en la dirección de aquel colegio católico, rodeado de maestras. Serían cuatro o cinco. Me hablaban de traición a mis compañeros (que me habían elegido “democráticamente”; les gustaba mucho redundar en el término “democracia”) y de traición a un símbolo patrio. Me retumbaba en los oídos la palabra insolencia. Declamaban en un tono demasiado amplificado para mi gusto.
De pronto apareció mi madre. La habían llamado por teléfono para comunicarle mi insolente falta y luego la hicieron ir hasta la escuela. No sé si la consolaron o la culparon por mi decisión.
Cuántos y qué tipo de desatinos me siguieron refiriendo es algo que por fortuna no retengo con exactitud. Pero puedo imaginarlo sin mucho esfuerzo. La escena debió ser cómica: media docena de jetas anhelantes por fustigar el desplante franciscano de un muchacho de la escuela primaria, insensible a la solemnidad patriótica, sereno frente a tanta verborragia pedagógica, mordiéndose la lengua y tragando una catarata de elegantes injurias que sólo la frialdad de emociones violentas puede contener, soportando despectivamente las drásticas obscenidades filosóficas y civiles de esas segundas madres, “es una falta de respeto, a los símbolos patrios y a tus propios compañeros”, “es una afrenta imperdonable a tu responsabilidad como educando”, “¡mire al frente, insolente!”, lenguas destilando veneno, ojos henchidos en sangre clavándose sobre mi pecho, sobre mis ojos caídos, palabras perfectas, infladas, escupidas como un trueno, proyectadas directo a mi cerebro, buscando mancillar mi orgullo desertor, deseando aniquilar mis someros y sólidos argumentos, “Ni Jesucristo te perdona esta infamia, Aníbal”, dicen, y yo digo “que Jesucristo me agarre esta, vieja de mierda, el quía no tiene nada que ver en esta joda, hija de puta, esto es un acto de honestidad, de renuncia a distinciones inmerecidas, es un acto de valentía, de la más elogiable modestia, señora vicedirectora, cómo es que no puede entenderlo, son ustedes quienes aclaman valores como los míos: lealtad, honestidad, modestia, sencillez, naturalidad, compasión, caridad, todo un rosario de virtudes, fascinantes para sus discursos acartonados y para su deficiente formación de autómatas, pero demasiado escandalosos para verificar, porque usted, señora vicedirectora, y usted, señora directora, también usted, madre superiora de esta honesta colectividad de hermanas pobres, no son más que una sarta de envidiosas, contrabandistas de valores que no profesan, que no conocen la honestidad porque son incapaces de distraerla de la hipocresía, no saben de qué se trata la compasión porque carecen de ella, no saben qué es la modestia porque viven vanagloriándose de su poder de educadores, de regentes, de cicerones en pantuflas que se espantan frente a la primera resistencia, porque economizan comprensión, el fanatismo libidinoso hacia su dios no les permite proyectarse más allá de las leyes inquisitorias que hierven de sus cabezas pervertidas, y no pueden entender cómo un acólito de su comunidad corrupta excita tan honradamente los ideales que les entregan, ‘cómo puede ser que este muchachito sea tan compasivo hacia sus compañeros, tan leal a sus deseos de ser libre’, eso es lo que deben estar preguntándose sus mentes resentidas, pero se ven obligadas a traducirlo en insultos para mantener la autoridad, necesitan menoscabar mi excelsitud para sentirse útiles y esconder la hipocresía donde nadie pueda verla; lástima que yo sí puedo verla, señora secretaria, y a través de su mirada envidiosa descubro que usted, y también usted, señora vicedirectora, reina de las yeguas malparidas, simula desprecio para ceder a la tentación de gritarme, ‘sí, Aníbal, te felicito, eres un chico por demás virtuoso, si supieras cómo me gustaría ser así’, es inconcebible, madre superiora, en el nombre de su dios, está permitiendo que se me maltrate por ser como ustedes desearían ser, él las denunciará, sé que las demandará; él, según me enseñaron, no tolera una degradación semejante hacia uno de sus hijos, él puede comprenderme, porque lo comprende todo, según me enseñaron, ¿o acaso se pondrá del lado de las arpías y me aplastará con su dedo exterminador?, ‘no puedes ser mejor que mis representantes en la tierra, ¿cómo te atreves a superar el vigor espiritual de los iluminados secuaces que me mantienen vivo y me hacen suspirar de placer con sus mamadas inmaculadas?’, y me aplastará y me expulsará del paraíso, ‘arderás en el infierno’; es posible, señora directora, es posible, dios, qué más da, perderme el cielo por una bandera, por ser compasivo con el mundo, por ejercer la transparencia de mis emociones y llevar al grado máximo de cumplimiento con los preceptos morales aprendidos en esta insigne institución religiosa, pues bien, entonces allí iré, partiré al infierno a revolcarme en el cieno bochornoso, a dejarme comer las manos y los intestinos por condenados adefesios, a poner la espalda ensangrentada debajo del látigo, a sumergirme en ríos de lava y fuego, a cargar por el resto de mi eternidad con la pesada piedra de la deshonra, lo haré con gusto, dios, lo haré con gusto, señora vicedirectora, es lo mejor que puede pasarme, ir a un lugar donde no encontraré a nadie como ustedes, el infierno tan temido podrá parecer un castigo para ustedes, hipócritas, insensibles, chupaculos de moralidades falaces y rancias, pero no será una condena para un ser íntegro y veraz como yo, el único muchacho de la clase que es capaz de aceptar el peor castigo por defender sus emociones, el único que es capaz de soportar sus injurias por permanecer fiel a su esencia, el único de quienes estamos aquí encerrados que regresará a su casa con la conciencia serena, yo seré el único que no necesitará repasar esta absurda escena para evaluar un posible arrepentimiento, no me arrepentiré jamás de lo que hice porque tengo el alma pura y llena de verdad, usted sabe que no la tiene, señora directora, tampoco usted, madre superiora, mucho menos que nadie usted, señora vicedirectora, hija de una tropilla de putas, usted saldrá de esta inmunda sala y no podrá dejar de pensar en mí, no podrá dejar de sentir una envidia dolorosa por mi extraordinaria compasión y por mi honradez, no podrá evitar decirse a sí misma ‘este chico sí que merece el cielo más que yo’; pero su hipocresía se hará más fuerte, y volverá a pensar en mí, no tolerará que yo no sea el autómata que ustedes educan, entonces me impondrá un castigo por sublevación, bajarán de las barbas a su dios para que me juzgue y entre todos terminarán quitándome el paraíso y alguna otra idiotez, pero será tarde, demasiado tarde, señora secretaria, cuando decidan quitármelo ya no me interesará el paraíso, pueden repartirlo en cinco pedazos y metérselos con tirabuzón en sus desgastadas y putrefactas vaginas, pueden hacerse una colosal orgía en su paraíso, con su dios, sus códigos inquisitoriales, sus banderas, sus escarnios saturados de hipocresías, sus putas vírgenes sin corpiño, sus santos abstemios con las vergas invictas, sus cruces carnosas con glandes inmensos en las puntas, todas al paraíso, ahí lo tienen al paraíso, pueden irse todas y cada una de ustedes y las que su dios crea conveniente a ese miserable vergel a pasarse el resto de la eternidad como infelices cortesanas, a mirarse entre ustedes y preguntarse con estúpido asombro: ‘¿No lo has visto a Aníbal Oreón? Ese sí que era un ser puro. Tal vez nos equivocamos…’ ¡Pues no! No se equivocaron: al contrario, estuvieron perfecto, me abrieron los ojos a toda la falsedad que me rodea, gracias, señora directora, muchas gracias a usted también, señora vicedirectora, no es ninguna molestia, madre superiora, gracias por creerse justas, honradas, leales a su dios, portadoras de una ética rectora, regentes de mi educación, gracias por sus artificios sublimes que las convierten en unas condenadas y embusteras rameras del demonio, gracias, gracias, muchísimas gracias, disfruten de su paraíso mientras yo me río de ustedes en mi infierno, en el pulcro y ortodoxo infierno que me entregan por ser leal, honesto, modesto, compasivo, caritativo, respetuoso, por ser todas esas virtudes que ustedes desean y no pueden tener porque son una envidiosa chorrera de mierda santa, no se olviden de rezar por mí y por mi bandera, no se olviden del pendejo insolente que les dio una verdadera lección de sacrificio, de devoción a la libertad, de renuncia a la gloria artificial, la gloria que no podrá quedar retratada en esa fotografía que mamá le mostraría a todas las vecinas para que vean lo inteligente y virtuoso que es Aníbal, ‘abanderado, che, mi hijo es abanderado’, a la puta que lo parió el señor abanderado, a la puta que lo parió la fotografía y todas ustedes, señora directora, también usted, señora vicedirectora, madre superiora, señora secretaria, estimada profesora de ciencias sociales, todas: a la puta que lo re mil parió pueden irse”.
Debió ser así. Me gustaría que hubiese sido así. Pero en realidad el desarrollo fue menos teatral. Finalmente no participé de aquel acto: fue tal como yo lo quise. Por supuesto, no estuve exento de una sanción ejemplar: me negaron el ingreso para cumplir el ciclo secundario en ese mismo prostíbulo. Al fin y al cabo, las rameras fueron sumamente generosas. Me hicieron un inmenso favor.
Lo indiscutible es que se trató de un hecho sin demasiada trascendencia pero con un corolario feliz: fue mi primer triunfo contra algunos reglamentos impuestos por un modelo de enseñanza que no entendía ni aceptaba.
En aquel momento no tenía conciencia de ese logro que tiempo después viví como halagador y merecido. Las recriminaciones, las amenazas, el gesto huraño y grave de esa cohorte prostibularia siguieron siendo un símbolo de un profundo malestar durante algunos años.
Aquel día me sirvió para comprender que la justicia de ese dios con que esas personas se masturbaban a plena luz del día y me querían meter a trompadas en la cabeza, no se reflejaba en la actitud soberbia e hijoputezca con que me trataron.
Esto no es una suposición: por primera vez en mi vida dudé en serio de él. Me parecía que aquella decisión que yo había tomado gratificaría (más que a nadie) a dios; yo ejercía una humildad adquirida al no reconocerme como merecedor de una recompensa semejante. Sin embargo –pensé– dios permitió que se me humillara; ni él ni sus representantes en la tierra comprendieron mi postura. Merecían mi desprecio y mi indiferencia; dios también merecía la muerte.
En rigor de verdad, si aquella vez renuncié a ese gesto no fue sólo por humildad; también fue por vergüenza, por convicción y por desinterés.
Vergüenza porque detestaba ser el centro de atención, y el hecho de pararme como una estatua delante de todo un colegio era una oportunidad inmejorable para sentirme manoseado por cientos de ojos indiscretos, hirientes, juiciosos y turbadores. Aunque me esmerara por demostrar lo contrario, seguía siendo un chico tímido y retraído, susceptible a las exposiciones públicas.
La convicción, en cambio, se desprendía de un desafío personal con mi amigo Santiago Brines. La elección recayó en mí luego de una votación entre todos los alumnos de la clase, es cierto. Los postulantes éramos pocos y no fuimos seleccionados por nuestros buenos desempeños como estudiantes, como se acostumbraba en esos casos, sino por otro designio caprichoso de la dirección. Cuando mi nombre apareció entre los aspirantes, le confesé a mi compañero de banco que no me interesaba ser elegido, que no me importaba ese halago; él, para afrentarme, me prometió que haría que todos me votaran. Le dije que si yo ganaba rechazaría la distinción. La apuesta quedó planteada. Por desgracia, Santiago tenía mucha influencia entre la mayoría de mis compañeros. Me hubiese gustado ser otro para ver mi cara de desazón al escuchar mi nombre entre los seleccionados.
Mi desinterés por participar de ciertas ceremonias, sumado a las consecuencias anímicas que me provocaban las exhibiciones, no fueron más que los complementos necesarios para fortalecer mi convicción y cumplir con mi promesa frente a mi amigo.
La humildad que arrojé como excusa fue natural, porque está dentro de mí.
Pese a resultar vencedor en aquel reto de niños, mi amigo Santiago no se arrepintió de las consecuencias de mi derrota y mi posterior expulsión del colegio.
A veces me gustaría saber por qué extraña razón mi primer recuerdo sobre mi guía y amigo se remonta a esa escena tan modesta como melodramática.
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